viernes, 3 de agosto de 2007

A través del patio



El teléfono de Carlota sonó a la una y media de la tarde. No era hora de que sonara el teléfono. Era la hora de preparar la comida, de picar ajo en los morteros, de volver del colegio con los niños, de poner los platos en la mesa, de escuchar a Angelita gritando a los mellizos, de oír cantar a doña Manuela “ese toro enamorao de la luna”. La hora de la siesta de Inés, la hora de esperar que Pepe llegara a casa a comer y comer juntos, y que me dijera lo rico que me había salido el cocido. Era su comida preferida y yo se la hacía todos los lunes para complacerle, para que empezara fuerte la semana. Pepe trabajaba mucho. Mi padre siempre decía ¡qué hombre tan trabajador te has llevado, nena! Y yo siempre respondía: y ¡guapo, sobre todo guapo! Y alzándome en mis puntas todo lo que podía y apoyándome en su hombro, intentaba alcanzarle la cara para darle un beso.

“¡Soledaaaad!” Mi nombre resonó a través del patio, en mitad de un montón de olores que salían por las ventanas y se mezclaban con el de mi cocido. Sonó en mitad de las sábanas colgadas de las cuerdas que tapaban la poca luz de las ventanas. Sonó y despertó al señor Mauri que dormía de día porque trabajaba de noche, y comenzó con su retahíla de protestas, y despertó a Inés que dormía en su cuna esperando que llegara papá y le diera un beso.
“¡Soledaaaad!” Recuerdo mi nombre en la voz de Carlota, una voz potente y dura. Una voz que aquella tarde me sonó a urgencia. No era mi cumpleaños, ni el de Pepe, ni el de Inés. No era navidad. No era hora de que sonara el teléfono.

Crucé el patio que nos separaba de dos zancadas.

Carlota se encogió de hombros y me pasó el auricular sin moverse de mi lado. Recuerdo haber pensado que bien podría dejarme un poco de intimidad. Pero Carlota se quedó allí, justo a mi lado, mirándome muy fija.
“¿Señora de Ramirez?”. Nadie me llamaba así. Yo era Soledad, la de la panadera, o la mujer de Pepe, o Soledad a secas, pero nadie me llamaba señora de Ramirez.
“Su marido ha tenido un accidente… Siento comunicarla que ha fallecido cuando…”
No logré escuchar una palabra más. El teléfono se cayó de mis manos y yo me deslicé por la pared hasta quedar sentada en la silla que Carlota usaba para atender sus llamadas.
Mi vecina cogió el relevo y terminó de coger el recado. Después se agachó hasta mi altura y me abrazó muy fuerte con su enorme cuerpo. Cambió su voz potente y dura por una voz tierna y dulce, pero yo no podía escuchar nada. De repente lo mellizos de Angelita dejaron de gritar, el toro enamorao de Manuela enmudeció, las protestas del señor Mauri maldiciendo el teléfono de Carlota cesaron, las sábanas colgadas de las cuerdas volvieron todo más oscuro. Todo quedó en silencio. Ni un mortero, ni un plato, ni una sola radio sonando en el patio. No podía oír nada. Sentí como si mi sangre me abandonara y quise morirme allí mismo, en mitad de ese patio del que nunca saldría ya. Quise morirme en esa silla donde se desvanecieron todos nuestros sueños. Porque Pepe y yo soñábamos con salir de allí, soñábamos con un jardín lleno de luz, con una casita donde las voces de los vecinos no se colaran por las ventanas, donde tuviéramos nuestro propio teléfono para llamar a la familia y desearle feliz navidad. Soñábamos con tener más hijos, con hacernos viejos juntos y pasear de la mano por el parque, porque nosotros no dejaríamos de amarnos nunca.
Escuché el llanto de Inés a lo lejos. Su papá ya no la despertaría de su siesta para jugar con ella un ratito antes de volver a marcharse. Ya nadie me diría lo rico que estaba mi cocido, ni me besaría por las mañanas para soportar el día en mitad de ese patio. Más que nunca quise abrazarle, sentir su cuerpo en el mío, alzarme para besar su mejilla, ver su sonrisa… Una vez más.
Me levanté de la silla como una autómata para ir a consolar a Inés. Carlota me seguía de cerca. Mis piernas parecían tener vida propia. Un pie primero y otro después. Es como si me hubieran vaciado por dentro. No sentía el aire entrar ni salir de mis pulmones. Mis ojos secos, mi mirada fija en el llanto de Inés que me guiaba. Cuando la levanté de la cuna estaba roja de tanto llorar. No sabía cuánto tiempo había pasado sentada en la silla de Carlota repasando todo lo que Pepe y yo soñamos. Repasando la última vez que me hizo el amor, su cuerpo desnudo, sus manos llenas de grasa, sus manos acariciándome, su boca besándome, su beso de esa misma mañana despidiéndose para siempre. ¿Por qué no le besé con más pasión? ¿Por qué no le abracé con más fuerza? ¿Por qué, por qué, por qué…? Inés lloraba a lo lejos.
Abracé su cuerpecito como si dentro de él estuviera Pepe, como si a través de ella pudiera abrazar a los dos. Y entonces rompí a llorar.

Aún vivo en mitad de ese patio lleno de olores, lleno de sábanas que tapan la luz de mi ventana. Pero ya no echo de menos un jardín, ni un teléfono, ni una casa más grande. Ahora mi casa me parece enorme. Ahora sólo echo de menos que llegue Pepe y me bese, y me diga lo rico que está mi cocido. Ahora doy gracias por vivir en mitad de este patio. Carlota cuida de Inés mientras yo me marcho a limpiar otras casas. Y cuando la recojo y la abrazo y la beso, me devuelve una sonrisa muy parecida a la de su padre.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Tiaaaa! Me encanta que hallas hecho un Blog que se que tenias ganas de publicar tus relatos (y yo encantada porque me encata leelos). El famoso relato triste.. ais... Te escribire varias veces aunque solo sea para decirte lo mucho que te quiero ¿vale? Nis veremos pronto. Tu sobrina que tanto te adora, Bea

Anónimo dijo...

Joe tia que mas escribo, bueno espero que lo entiendas jiji Tq Quiero! Bea

Anónimo dijo...

jajajajaja REPITO!
Joe tia que MAL escribo, bueno espero que lo entiendas jiji Te Quiero! Bea