jueves, 6 de diciembre de 2007

Reflejo luminoso




Clara durmió muy inquieta aquella noche. Su madre la oía revolverse en la cama una y otra vez. Su respiración se hacía cada vez más jadeante y parecía como si en cualquier momento fuera a despertar. Todos sabían que no debían interrumpir los sueños de Clara. Los médicos habían aconsejado que dejaran que aquellos episodios transcurrieran sin molestarla. Para la madre de Clara era muy difícil convertirse en una mera espectadora del sufrimiento de su hija. La veía abriendo y cerrando su boca como si el aire no pudiera entrar en sus pulmones. Estiraba sus brazos en vano, en busca de algo que desde luego no estaba allí. Parecía que sus piernas quisieran echar a correr y sin embargo por mucho que lo deseara, no se movería de su cama.
Sofía, mejor que nadie, sabía que no debía despertarla, porque, tal vez, podría quedar atrapada en su vuelta a la conciencia. Sabía también que además no serviría de nada traerla de vuelta. Fuera lo que fuera lo que Clara estuviera viendo ya no podía evitarse. Aún así lo único que deseaba era poder aliviar cuanto antes el sufrimiento de su hija. Con toda la suavidad de la que sólo una madre es capaz, se sentó en el borde de su cama y posó su mano en la frente de su hija. Casi al instante Clara abrió los ojos. Tenía la mirada perdida y todavía respiraba con dificultad. Todavía tardaría unos minutos en conseguir que su cuerpo reconociera que estaba de vuelta en su cama. Con una gran esfuerzo se incorporó con la ayuda de su madre y estalló en sollozos entre sus brazos
.
- Debes tranquilizarte Clara. ¿Qué ha sido esta vez?

Clara le contó con la voz entrecortada cómo Augusto, el jardinero de su escuela, era tragado por el río. Su coche patinaba sin piedad por una carretera solitaria, y sus luces se apagaban para siempre en el fondo del agua. Ella quería gritar para despertarle, pero no podía. Él no pudo oír su voz y se ahogó en mitad de la noche. Ella quería ayudarle, quería salvarle, pero cada vez que intentaba llamarle por su nombre, todos sus esfuerzos eran en vano. Su voz no salía por su garganta por mucho que ella se empeñaba. Era como si de repente se hubiera quedado muda.

- ¿Viste ayer a Augusto en la escuela? Le preguntó su madre casi temiendo la respuesta.

Clara clavó sus ojos en los de su madre y su madre la abrazó con toda la fuerza que da el sentir un mismo dolor.

- ¿Viste algún reflejo luminoso a su alrededor, Clara?

- ¿Por qué me preguntas eso? Siempre me habías dicho que esos reflejos no tenían nada que ver con mis sueños. ¿No es así?

Sofía se acurrucó en la cama con su hija y pensó que había llegado la hora de descubrirle los dones con los que había nacido y con los que tendría que aprender a vivir el resto de su vida.

martes, 4 de diciembre de 2007

Viejas conocidas




Mientras mantenía su postura favorita de yoga, sonó el timbre. Colocó entonces los pies en el suelo y la cabeza volvió a tomar el lugar que le correspondía.

“¡Qué fastidio! He de buscarme un lugar donde nadie pueda encontrarme, al menos durante una hora al día.” Y bajó rápidamente la escalera que la separaba de la entrada.

“No sé por qué he de abrir la puerta siempre que llaman. Podría haber ignorado su llamada. En fin. Ya está hecho. Ya han conseguido desconcentrarme.”

— ¡Hola Candela! ¿A qué no me esperabas?
—Pues… Pues, francamente no. En realidad jamás habría dicho que podrías ser tú. Me…, me alegro de verte.—Lo dijo sin mucha convicción.
— ¿Puedo pasar, o me vas a dejar en la puerta todo el día?
— Claro, adelante. Estaba haciendo mis ejercicios de relajación. Ya sabes. Esos que con tanto empeño querías que aprendiera. Y ahí estaba, cabeza abajo intentando pensar en ti.
— ¿En mí? ¿Es que no has aprendido nada después de tantos años?
— ¿Quieres algo?
— Sí. En realidad quería saber cómo te encontrabas. Hace tiempo que no sé nada de ti. No me escribes, ni me llamas, ni siquiera he oído hablar a nuestros amigos sobre algo nuevo en lo que estés metida. A ti siempre te ha gustado estar metida en algo, ¿no es así?
—Será que no he encontrado nada a mi medida últimamente. Nadie puede estar siempre trabajando al cien por cien. ¿No crees? Esas son palabras tuyas.
—Candelita, Candelita. Permíteme que te diga algo. Espero que no me lo tomes a mal.
—Tú dirás. Después de tanto tiempo sin vernos, al menos me alegro que tengas algo que decirme.
— No te he visto por el club de la risa.
— ¡Ah! Es eso. Ya no tengo ganas de reírme desde el estómago. Prefiero reírme de algo que de verdad me haga gracia.
—Sí, eso está muy bien, pero el caso es que no te ríes de nada.
— ¿Acaso me estás espiando?
— No, claro que no. Yo no me dedico a espiar a la gente. Sólo la acompaño cuando tiene ganas de divertirse, o de saborear un buen capuchino, o ir a ver una película de estreno, o estar presente en esas reuniones de amigos que tanta energía generan, o en la cama con un buen amante… ¿No me has echado de menos?
—Bueno, la verdad es que hace tiempo que no hago ninguna de esas cosas, así que supongo que no he tenido tiempo de echarte de menos.
— Pues yo a ti sí. Por eso he venido. Una compañera mía, bueno ya sabes a quien me refiero. No es que seamos compañeras, pero a ella le gusta llamarme así. Pues, esa que siempre anda metiéndose en todo, cuando me vio el otro día haciendo el recuento de mis alumnos, me echó una sonrisa maliciosa y con su sentido sádico del humor comenzó a contar a todos y al llegar a tu hueco me dijo:
— Ésta ya es mía.
—Ya. Y tú claro, saliste corriendo en mi busca. Te recuerdo que llevamos sin vernos… ¿Cuánto? Un año, dos. ¡Por favor!, ¿de verdad quieres hacerme creer a estas alturas que te importo? Tu compañera ha hecho un buen trabajo. No creo que puedas hacer nada más. Ya has hecho bastante. Esta vez ella te ha ganado la partida. Honestamente, he de decir que ha jugado sus cartas con mucha mayor habilidad que tú. No me ha dejado ni a sol ni a sombra. Allí donde había algo por lo que llorar ella aparecía en primera fila.
—Y tú la seguías. Nunca me miraste. Yo también estaba allí, y me ignoraste. No pretendas ahora echarnos la culpa a los demás.
—¡Oh no! Perdone usted, señora sabelotodo.¡Mi deber era estar atenta a todas las señales! Usted disculpe por haberme equivocado de camino. Disculpe por haber sufrido, disculpe por no haberla visto entre tanta inmundicia como me ha rodeado.
— No hay duda de que me odias. Tal vez sería mejor que me fuera.
—Sí será lo mejor. Total, Angustias vendrá enseguida y no creo que le haga gracia verte aquí.
— ¿Eso es todo Candela? ¿Ni siquiera me vas a invitar a un café? Aunque sea por los viejos tiempos.
— Estoy demasiado cansada. Ahora es Angustias la que manda. Si llegara ahora y me viera tomando un café contigo se enfadaría muchísimo y tengo miedo a que pueda ponérmelo todavía más difícil.
— ¿Más aún? Tienes la piel gris, el pelo se te está cayendo a mechones, no hay expresión alguna en tu rostro. Estoy aquí para ayudarte.
— Ya he dicho que te vayas. Has tenido mucho tiempo para venir hasta mí. Ahora es demasiado tarde. Vete de una vez. Vete antes de que venga y tenga que echarte yo misma.
— No me iré Candela. Aunque no lo creas, he venido cada día a tu puerta, y no me has abierto. Siempre estabas demasiado ocupada en algo que debías hacer. Pero ahora, por alguna razón, o tal vez por muchas razones, me has permitido entrar en tu casa.
— No te hagas ilusiones. Tan sólo me has pillado desprevenida. Creí que sería el cartero.
— ¿Puedes abrir al cartero y no puedes abrirme a mí?
— ¡Basta! No quiero oír una palabra más. Llevo demasiado tiempo esperándote y ya no sé si te quiero o te odio.
— Mírame a la cara Candela. Mírame y dime que me vaya para siempre. Siento mucho que no me hayas podido ver en estos años. Siento mucho que Angustias te cegara y te arrastrara con ella. Es verdad que parece más fuerte que yo. Pero yo tengo una ventaja sobre ella.
— ¡Oh! ¡Una ventaja sobre la diosa Angustias!
— Y dime, ¿Cuál es esa ventaja que has tardado tanto en aventajarla?
— Mi ventaja eres tú. Sé que no quieres colaborar con ella. Sé que te obliga con malas artes y te tiene prisionera, pero si aceptas trabajar conmigo, te juro que juntas podremos vencerla. Ya llega. Decídete. Cuando ella entre por esa puerta, ya no sé cuándo podremos volver a vernos. Angustias es muy tenaz y no le gusta dejar ningún cable suelto. Vamos Candela, vamos. Sólo tienes que decidirte de una vez, y te ayudaré a cerrarle la puerta en las narices a esa mala compañera.

El timbre de la puerta volvió a sonar.

lunes, 26 de noviembre de 2007

La farola y la luna


Me desperté en mi cuarto. Estaba medio oscuro. Las persianas dejaban pasar apenas unos hilos de luz que se colaban de la farola que hay justo pegando a mi ventana. Cerradas a cal y canto para que el ruido del camión de la basura no me despierte a las tres de la mañana ni se cuelen los mosquitos atraídos por la luz. La puerta también estaba cerrada. Mi compañera de piso no es muy delicada cuando se levanta a hacer sus necesidades en mitad de la noche. La pobre padece incontinencia. Abrí los ojos sólo un poco, como cuando miras por entre los dedos una película de miedo. En realidad no era hora de despertarme. El despertador todavía no había sonado, pero el calor era insoportable. Sudaba por todas partes y aún así la sábana me cubría hasta las cejas. Hubiera querido librarme de ella de una patada, pero sentía un miedo inexplicable. De repente no estaba muy segura de que aquél fuera mi cuarto. Es como si estuviera soñando. Como si me hubiera despertado en el cuarto de otra persona siendo yo esa otra persona. Lo último que recordaba era una habitación con la claridad de la luna llena entrando por un balconcito a medio abrir y unos visillos meciéndose con la brisa del mar. Inspiré hondo. Un olor a mar y aromas de buganvillas, azahar y magnolias llenó mi olfato por completo. Estaba medio desnuda y podía sentir la sábana rozando mi pecho. Quise ir hasta el balcón para mirar la luna y contemplar el mar. Lo hacía cada madrugada. Me envolvía con un chal que me llegaba hasta los pies y me sentaba en el sillón de mimbre que había colocado justo ante el ventanal. Pero el miedo me tenía paralizada. No estaba muy segura si me encontraría con la farola o con la luna. Volví a cerrar los ojos y me sumergí en un mar de olores llenos de sal, buganvillas, azahar y magnolias.

Declaración de intenciones

Una amiga, cuyo blog es digno de leer y que está en mis favoritos, me invitó a hacer un meme sobre las ocho cosas que me gustaría llevar a cabo antes de morir. No sé si seré capaz de encuadrarlas en un número. ¡Son tantas! Sin embargo agradezco la oportunidad que me brinda para pensar en ellas. Tampoco será un meme del todo, porque mis contactos en este mundo virtual son extremadamente limitados y tan sólo invitaré a un amigo que cada día trata de exponer y exponerse con sus comentarios.
Todo es cuestión de voluntad, de fe y de amor.

Me gustaría ser hasta el final de mis días, la madre amorosa y que mis hijos supieran que pueden contar conmigo.

No perder la capacidad de sorpresa y entusiasmo ante los más insignificantes detalles que a veces pasan desapercibidos en mitad del mundanal ruido.

Superar mis frustraciones y aceptarme como soy. Sin comparaciones.

Quisiera poder perdonarme los errores cometidos y ser más benevolente conmigo misma.

Dejar de tener miedo y vivir, vivir, vivir.

Quisiera no perder nunca la fe en la humanidad por mucho daño que algunos causen al mundo y a mi misma.

No renunciar a aprender inglés por más que mis oídos y mi memoria me pongan limitaciones.

Quisiera seguir amando a mi compañero de viaje como cuando tenía trece años y seguir descubriéndole cada día y admirarle y quererle…

….Y después de muerta, me gustaría que me recordaran por lo que hice y no por lo que deseaba hacer.
Jesús, quedas invitado para compartir con nosotros las ocho cosas que te gustaría llevar a cabo antes de morir. lenguaviperina

jueves, 25 de octubre de 2007

El Pisuerga

Miró a Rodrigo despanzurrado en la cama. Miró sus calzoncillos y se preguntó por qué los llevaba puestos. En sus citas siempre dormían desnudos. ¿Cuánto tiempo llevaban juntos? ¿Tres meses? ¿Qué vendría después? Se imaginó envuelta en una bata de guata al lado de un hombre con pijama de rayas. Le aterró la idea. Necesitaba estar sola aunque fuera por unos días.

Pensó en alguna ciudad que no hubiera visitado nunca. Una ciudad donde los recuerdos de sus múltiples amantes no pudieran asaltarla en cualquier esquina.

Tecleó en su ordenador “Valladolid”. Buscó un hotel que pudiera encontrar sin demasiada dificultad, y encontró uno en plena Plaza Mayor. El hotel Zenit Imperial. Un edificio que databa del siglo XVI. Era perfecto. El casco antiguo de las ciudades eran su debilidad. Comprobó la disponibilidad y reservó una habitación.
Se puso de camino cuando el sol ya había salido.

“Si algún día nos volvemos a encontrar será para no separarnos nunca. Hasta entonces.”
Lola.

Colocó la nota junto a la cafetera. Lo primero que hacía Rodrigo al levantarse era tomar un café.

La temperatura no podía ser mejor. Era un día cálido de octubre. Las únicas nubes estaban en su cabeza. Bajó la ventanilla para que el aire la despejara.
A mitad de camino paró en un área de servicio para fumarse un cigarrillo y tomar un café bien cargado. Una hora y media sin fumar era demasiado para ella.
Aparecieron los primeros carteles indicando “Plaza Mayor”. ¡Ahí estaba! La Plaza se abrió ante ella. En la web había leído que el parking más cercano al hotel se encontraba precisamente ahí. Lo que nunca imaginó es que tuviera que atravesarla con su coche. Sintió pudor al imaginarse en el interior del vehículo, interrumpiendo el paseo de los transeúntes. Sin embargo, siguió las indicaciones y entró en el subterráneo.
Cruzó la plaza arrastrando su maleta y se dirigió al hotel. Estaba justo al lado del ayuntamiento a escasos metros del parking.
Arrastrar la maleta sin un compañero al lado, la hizo tropezar. El momento con el recepcionista no fue tan glorioso como ella imaginó. Hacía muchos años que no pedía una habitación individual. Antes de pasar la tarjeta por el lector, cogió el móvil entre sus manos y comenzó a marcar el nº de Rodrigo. Colgó antes de escuchar la señal. Tan sólo hacía unas horas que le había dejado plácidamente durmiendo. Seguro que él todavía no la echaba de menos. Se aseó un poco y sin deshacer el equipaje, salió de nuevo a la plaza. Le resultó extraño no poder decir en voz alta cuánto le gustaban aquellas fachadas pintadas de rojo vigoroso o discutir con alguien sobre si tomar un café bajo los arcos o bajo las sombrillas, o dónde y cuándo ir a comer.
Lo primero que llamó su atención fue una esquina rodeada por obras. Trató de darle la espalda a ese muro rodeado de cintas rojas y blancas, y contemplar el resto de la plaza. Se dirigió justo al centro sin saber muy bien cómo colocar sus brazos. Su mano derecha buscó instintivamente otra mano.

Calculó mentalmente las dimensiones del recinto. Era menor sin duda que la Plaza Mayor de Madrid o la de Salamanca, pero era la Plaza Mayor más bonita que hubiera visto. La miraba sólo con sus ojos. Llegó hasta la estatua central en honor al fundador de la ciudad, el conde Ansúrez. Allí en medio, contempló el ayuntamiento, y el teatro Zorrilla. Pensó en don Juan Tenorio y en todos los don Juanes que habían pasado por su vida. Pensó en Rodrigo, en su voz cuando la decía te quiero al oído mientras mordisqueaba su oreja. Un escalofrío recorrió su espalda. Volvió a echar de menos su mano y su voz. Cruzó el empedrado y se sentó en una mesa sin sombrilla. Hubiera preferido las mesas colocadas bajo los preciosos arcos, pero quería que el sol le diera de lleno. Ese sol que a principios de octubre parece que fuera a acabarse. No quería perder la oportunidad de volver a sentirlo en su piel antes de que el invierno se lo llevara. Bebió su café con parsimonia. Atisbó las primeras callejuelas que desembocaban en la plaza. Le vino un ligero olor a montaditos, pinchos, tostas…y le rugieron las tripas. Se fumo otro cigarrillo para engañar al hambre hasta que se decidiera a tener que entrar sola, en una de esas tabernas que adivinaba llenas de gente riendo y charlando y bebiendo vinitos. Optó por un restaurante cercano al hotel que anunciaba comida castellana.
Ocupó una mesa alejada de la entrada. Pidió vino y se dejó aconsejar en la elección del menú. Cuando estaba acompañada nunca le parecía extraño ver comer a una persona sola en una mesa. Los miraba igual que miraba a los que comían en familia o en pareja o en grupos. Eran uno más. Sin embargo, ella se sentía observada por las mesas contiguas. Se encendió otro cigarrillo. Se sintió menos sola, menos observada, más tranquila, más segura. El poder que transfería a su vicio preferido, era como la pluma de Dumbo. Con el humo se disipaban las miradas furtivas y el mundo dejaba de mirarla.

Pasó por el hotel para refrescarse un poco y volver a salir a esa ciudad que debía ser su única compañera durante el fin de semana. Estuvo tentada por segunda vez de volver a llamar a Rodrigo, pero no se atrevió. En vez de eso, echó una ojeada al mapa que el recepcionista le había entregado junto con la llave de la habitación. Una enorme mancha verde llamó su atención. “Campo Grande”. Antes de dirigirse hacia allí, quiso tomarse un café bajo los arcos de la plaza. No se podía resistir a sentir el paso del tiempo sobre su cabeza. Contempló una pareja de avanzada edad, bien vestida. Él con un elegante bastón apoyado en la silla. Ella con uno de esos peinados cardados y unos enormes pendientes haciendo juego con un collar de perlas. Lola se estiró en su silla y trató de imaginarse dentro de treinta años. No pudo.
Se encaminó al Campo Grande por la calle Santiago, atravesando la plaza Zorrilla. Ahí estaba de nuevo don Juan Tenorio. “¿Sería ella un don Juan que necesitaba a los hombres para demostrar lo mujer que era?”
Llegó hasta el parque repasando el nombre de todos los amantes que había tenido y se le pasó así la oportunidad de mirar los flamantes escaparates llenos de ropa de marca. Había deseado con todas sus fuerzas que Rodrigo fuera el último. Estaba cansada de descubrir qué le gustaba a cada uno de ellos. Cansada del cine subtitulado de Adrián, los conciertos interminables de Iván, los partidos de baloncesto de Iñaqui, la literatura francesa del siglo XVIII que le recitaba Maurice a todas horas. Cansada de adivinar qué le apetecería cenar a Javier cuando le invitaba a su casa...
“Rodrigo era diferente”. Es como si necesitara repetírselo para creérselo. A él le gustaba la acampada libre y aunque ella siempre había preferido una buena cama y un baño caliente a los sacos de dormir y al agua helada de los ríos, no podía resistirse a ese te quiero que Roberto le susurraba en su oído mientras mordisqueaba su oreja debajo de una manta, mientras miraban las estrellas tiritando de frío.
Se detuvo unos momentos y sacó de su bolso la cámara de fotos. Entonces, fijó su atención en el fascinante mosaico de flores que se abría ante ella. Comenzó a fotografiarlas desde todos los ángulos posibles. De lejos, de cerca, agachada, de pie… Sabía de antemano que cuando las contemplara en su ordenador, no podría olerlas, ni acariciarlas, ni volver a sentir lo que sentía en esos momentos. Aún así, siguió apretando el botón.
Faisanes, pájaros de todos los colores, palomas, pavos reales…Quería atraparlos a todos con su objetivo.
De vuelta, paró en una placita donde se tomó una cerveza bien fría. Estaba anocheciendo, y Valladolid empezó a llenarse de gente. Le sorprendió, a medias, la elegancia con la que vestían. A medias porque siempre había oído decir lo refinados que eran los vallisoletanos. Se echó una mirada a sí misma y dio por bueno su atuendo. La plaza mayor a esas horas de la tarde no parecía la misma plaza. Las terrazas estaban a reventar. Se metió por las callejuelas en busca de algo para cenar. Montones de tascas se sucedían con gente dentro y fuera, tomando bebidas y raciones, y cantando y charlando animadamente. Sólo ella parecía estar sola. No se atrevió a entrar en ninguno de esos bares. Miró con envidia a los jóvenes. Escuchaba sus risas, sus empujones de complicidad, sus brindis. Parecía otra ciudad diferente por la que había estado paseando todo el día. Con el hambre de la cena sin satisfacer, volvió sobre sus pasos al hotel. Ocupó una mesa con un candil apagado que enseguida el camarero prendió con su mechero. Un hombre de mediana edad tocaba el piano. Sus miradas se cruzaron, y él la sonrió esperando que ella le devolviera la sonrisa.

“Siempre quise aprender a tocar el piano”, le dijo tomando una última copa. Después de todo, prefería los hoteles, a la acampada. ¿Preferiría también aquellos dedos de pianista a la voz de Rodrigo susurrando te quiero en su oído mientras le mordisqueaba la oreja? Todavía le quedaba un día para averiguarlo aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid.

lunes, 17 de septiembre de 2007

En mitad del andén


La vio acercarse caminando por el andén. El corazón le dio un vuelco y estuvo tentada de darse media vuelta y desaparecer entre la gente.
“Puedo cambiar de tren”, pensó Esther mientras trataba de esconderse tras una de las columnas que separan los andenes.
Estaba sorprendida de verla después de tantos años, pero realmente no sabía si el corazón le latía en su garganta por la alegría de encontrarse con su amiga de toda la vida, o por la rabia de tantos años sin saber nada de ella.
Por un momento dudó que fuera Maite, su compañera de juegos, de confidencias, de amores conquistados a medias, de coartadas bien labradas para que su madre no supiera que salía con Ricardo… Intentó cerciorarse que aquella mujer cargada de paquetes era su inseparable compañera con la que se juró ser amigas para siempre.
Intentó mirarla sin que la viera. Se puso a leer el luminoso anunciando que el próximo tren con destino al Escoria,l no efectuaría parada en ninguna de sus estaciones, mientras de reojo fijaba su vista en aquella cara inconfundible. Sin duda era Maite. Sus coloretes naturales, su pelo rizado en miles de anillos, y sus pechos exuberantes seguían siendo los mismos.
“Un poco más grandes y más caídos. Es lo que tienen los pechos grandes”, pensó Esther no sin cierto regocijo íntimo por ver los mismos signos del paso del tiempo que veía en ella cada mañana.
Hubiera deseado seguir inspeccionando el aspecto de su amiga para poderlo comparar con el suyo, pero de pronto, vio cómo una mano rodada de bolsas ascendía por encima de todos, a la vez que escuchaba gritar su nombre.
-¡Esther, Esther!-Gritaba Maite sin ningún pudor y sin dejar de correr hacia su amiga cargada con todos los paquetes moviéndose de un lado a otro y haciendo que los pasajeros se retiraran para dejarla paso si no querían que una de aquellas bolsas, vete tú a saber cargadas de qué, les causara algún que otro moratón.
La cara de Maite era el verdadero reflejo de la ilusión. Su enorme sonrisa resaltaba sus mofletes de ese color rojo natural y dejaba a la vista su preciosa dentadura. Esther en cambio, se quedó plantada en el mismo sitio donde había sido descubierta y lo único que consiguió fue esbozar una sonrisa que apenas si consiguió que sus labios se curvaran.
Cuando Maite llegó junto a su amiga de toda la vida, la abrazó cubriendo el pequeño cuerpo de Esther que desapareció entre sus brazos.
“¿A qué viene tanta alegría?”, se preguntaba Esther mientras intentaba zafarse de aquel abrazo sin que se notara su incomodidad.
“Ha tenido doce años para hacer una llamada. Una simple llamada, y ahora se deshace en un abrazo como si no hubiera pasado el tiempo. O lo que es peor, un abrazo como si quisiera recuperar los doce años en mitad de un andén lleno de gente.”
Esther no podía dejar de pensar en los años que había estado esperando que respondiera a sus llamadas. La había echado de menos en muchas ocasiones y ahora su abrazo la dejaba impávida. Sin embargo tuvo que hacer un esfuerzo para tragarse las lágrimas que empezaban a asomar a sus ojos. Por nada del mundo permitiría que Maite la viera llorar.
-¡Cuánto tiempo sin verte Esther! ¡Dios mío estás igual que siempre! Ni un gramo ¿eh? ¿Cómo se hace eso? –Y se separó de ella unos centímetros para observarla de arriba abajo sin dejar de sonreír.
-Sí mucho tiempo, Maite, mucho. –La voz de Esther sonó cortante, carente de toda emoción, a la vez que se esforzaba por mantener las lágrimas dentro de sus profundos ojos verdes.
Maite pareció reconocer en su amiga ese tono de reproche y esa tristeza que se dibujaba en sus ojos cuando era incapaz de hablar fluido.
-La verdad es que he querido llamarte muchas veces, pero me marché a vivir a Francia unos años y cuando regresé no sabía si seguirías viviendo en el mismo sitio.
-Ya. Pues sí, sigo viviendo donde siempre.
-Bueno, ¿y qué es de tu vida? –El tono de Maite se hizo tan distante como el de Esther. De repente su efusivo abrazo pareció hacerse cenizas en medio de las dos mujeres.
-¿Mi vida? En mi vida han ocurrido demasiadas cosas como para contártelas en mitad de un andén. Supongo que como en la tuya.
-Sí, en la mía también. –Respondió Maite. Y ahora fueron sus ojos los que parecieron llenarse de lágrimas.
Los altavoces anunciaron la llegada del tren con destino al Escorial:
“Se informa a los señores pasajeros que el próximo tren con destino al Escorial no efectuará parada en ninguna de sus estaciones”
-Yo voy al Escorial. –Dijo Maite en un tono que parecía una disculpa.
-Bien, yo sigo viviendo en el mismo sitio.
El tren con su silbido ahogó las despedidas de las dos amigas. Maite subió al tren cargada con sus paquetes y se quedó en la misma puerta mirando por las ventanillas a su querida amiga.
-Te llamaré. -Intentó vocalizar Maite para que su amiga la viera.
-Te llamaré. –Se repitió a sí misma mientras su gran sonrisa se convertía en un llanto que dejaba salir sin pudor alguno, tal y como había dejado salir toda su alegría.
Esther se quedó allí parada, mirando a su amiga, a la que había sido su mejor amiga, la única, la más querida, en la que había confiado plenamente, y se preguntaba si después de doce años sin verse sería posible recuperarla. Sin pensarlo le lanzó un beso.
-Te quiero. –Las palabras se escaparon de su boca en mitad de una sonrisa que apenas si curvaban sus labios. Pero el tren ya había partido.

martes, 28 de agosto de 2007

El beso


La noche había caído hacía horas. A penas asomaba un filo de luna en el cielo. Encendió las luces de la piscina y se tumbó en la hamaca a esperarle. Escuchó sus pasos firmes en el hall. Pudo imaginarlo vaciándose los bolsillos. La cartera, el llavero, el móvil, las gafas. Pudo verle aflojándose el nudo de la corbata mientras se dirigía al jardín. Observó cómo lo deshacía completamente y le resultó aún más atractivo con ella colgando de su cuello. En la radio sonaba Elvis. Le recibió ofreciéndole una copa de vino que había elegido cuidadosamente de la bodega. Brindaron. El cristal sonó con la melodía “I was the one”. Él le ofreció su mano invitándola a bailar. Hacía tiempo que no bailaban y se estremeció entre sus brazos aspirando una vez más su aroma. Cerró los ojos y se dejó llevar. Olía a él. Le escuchó pronunciar su nombre muy cerca de su oído con esa voz grave, sonora, cálida. Escuchó cómo vibraba cada letra en sus cuerdas vocales y sintió que se le aflojaban las rodillas. Hacía un calor sofocante y él fue bajando los tirantes de su vestido hasta que calló al suelo. Ella desabrochó su camisa lentamente besando su torso en cada palmo que los botones dejaban al descubierto. Desnudos los dos, se zambulleron en el agua y disfrutaron como hacía tiempo.
Las últimas notas de Elvis dieron paso a las señales acústicas de la hora. Sorbió un largo trago del “Cune” que con tanto esmero había escogido y escuchó cómo aquél hombre al que tanto amaba, le daba las buenas noches con un beso en la frente. Después le vio alejarse mientras se deshacía el nudo de la corbata bostezando camino al dormitorio.
Terminó de beberse la botella gran reserva guardada tantos años para una ocasión especial, y después se zambulló en el agua completamente ebria. La música de Elvis volvió a sonar.

sábado, 18 de agosto de 2007

La otra orilla

A penas un hilo de luna brillaba en el cielo. Era una noche fría. El viento soplaba sin ninguna misericordia. La oscuridad se cernía sobre nuestras cabezas. Siempre he temido a la oscuridad, sin embargo esa noche, me sentía agradecida. Sentía que me protegía, que por primera vez, era mi aliada y no mi enemiga. Envueltos en su negrura, cruzábamos el trecho de agua que nos alejaba de la muerte segura.
Nuestra barca avanzaba meciéndose amenazadoramente. No nos atrevíamos casi a respirar, como si conteniendo el aliento fuéramos a pesar menos, y pudiéramos cambiar así, la suerte de nuestro destino. Apretados unos contra otros, rezábamos cada uno en nuestro idioma. Frotábamos nuestros cuerpos para ahuyentar el maldito frío que se empeñaba en helarnos la sangre. El miedo brillaba en los ojos. ¡Nunca creí que el viaje fuera a ser tan largo!
Ya no nos quedaba agua. Nuestros labios resecos ya no tiritaban siquiera. Algunas mujeres dormían desmayadas. La ansiedad por llegar palpitaba en cada uno de nuestros corazones.
La costa debía aparecer ante nosotros antes del amanecer. Según los cálculos, tendríamos tiempo de desembarcar y alejarnos de las patrullas costeras. Ahora la pregunta era: ¿Tendríamos fuerzas? Por un momento tuve la sensación de que mas que alejarnos de la muerte segura, me había lanzado a ella.

viernes, 10 de agosto de 2007

El bunker



Cuando su padre la encerró en el bunker, el mundo parecía que fuera a acabarse. Recuerda el cielo negro y la tierra retumbando. Es lo último que pudo ver antes de quedar a salvo de una destrucción que parecía inminente. Esperó a sus padres durante días. Pero el bunker no volvió a abrirse.
Tenía víveres suficientes para toda la vida. O eso le pareció. Los primeros días apenas sintió hambre. Ni siquiera sed. Miraba absorta aquella puerta que se cerró con la promesa de abrirse en unas horas. Pero nadie la abrió.
Recordó la historia de Robinson, uno de los primeros libros que leyó. Comenzó entonces a tachar los cuadraditos de un calendario que su madre había colgado de la pared. No estaba muy segura del tiempo que había transcurrido cuando hizo la primera marca, pero se aseguró de mirar el reloj a partir de la primera cruz.
Ahí abajo no se oía nada. Odió el silencio, tanto como odió el ruido ensordecedor de las bombas que caían sin cesar la noche en la que su padre decidió ponerla a salvo.
Encendió el ordenador y conectó su correo. Ninguno de sus amigos estaba conectado. Comenzó a escribir S.O.S. a todos sus agregados. Nada.
Al cabo de dos meses, recibió un e-mail de una nueva dirección. Aunque no era su costumbre hablar con desconocidos, aceptó la invitación y volvió a escribir un S.O.S. desesperado. No hubo respuesta. Escribió entonces una larga carta explicando su situación. Explicó al desconocido cómo había llegado a esa situación y todos los por qués que se le ocurrieron. Cada día enviaba un mensaje contando un poco más de cómo vivía encerrada en su bunker y el miedo a quedarse para siempre encerrada. Casi tanto miedo como le daba salir de allí. No podía imaginar qué se encontraría. Sólo sabía que el cielo se oscureció y la tierra tembló la noche que su padre la escondió en el bunker de su casa. Armándose de valor le dio las directrices exactas de su ubicación. Tenía la esperanza de que la rescataran. Quien fuera el que la agregó a su círculo, desapareció sin más. Luna, el nombre que ella misma se había asignado en su correo, siguió intentando conmover a la única señal de vida que había recibido. Una señal que no sabía de dónde provenía. Tal vez fuera un simple niño jugando o quizá quien envió la señal estaba prisionero como ella, o quizá él había conseguido salir y se había olvidado de ella. Tal vez incluso ni hubiera leído siquiera sus mensajes. Pero Luna siguió escribiendo y contándole lo sola y temerosa que se sentía en ese bunker concebido para salvarla, y que ahora parecía que fuera su tumba.
Luna siguió escribiendo durante meses. Ya no esperaba respuesta, tan solo le ayudaba a mantener activa su mente. Le contaba a la señal todo cuanto pasaba por su cabeza. Cuando ya no esperaba que la respondiera, apareció de nuevo. La señal se disculpó por no poder hacer nada por ella. También ella estaba prisionera en algún lugar. No decía dónde. Luna imaginó toda clase de posibilidades. Le preguntaba de dónde era, si estaba como ella encerrada en algún otro bunker sin poder salir. Nada. La señal tardaba días y días en conectarse y cuando lo hacía, sólo escribía S.O.S. Luna pasó de sentirse la única víctima, a pensar en la señal como alguien a quien tenía que ayudar.
Una noche escuchó los candados del bunker. Contuvo la respiración. Ya no estaba segura de querer salir de allí. Tenía demasiado miedo a que el mundo que había conocido hasta entonces hubiera desaparecido. Quizá sus padres ya no estuvieran en él. Quizá sus amigos hubieran desaparecido. Quizá el cielo estuviera más negro. Escuchó las puertas impactando contra el suelo y oyó la voz de una mujer preguntando:
-¿Laura, estás ahí?
No era la voz de su madre ni ninguna otra voz conocida, pero sabía su nombre.
Luna salió de allí entre sollozos. Pensó en la señal y en cómo conseguiría encontrarla. Ella estaba ya a salvo. El cielo volvía a ser azul y la tierra había cesado de moverse. Pero sus padres no volverían. En su ausencia habían perecido sus seres más queridos. No había rastro de su casa, ni de los árboles que la rodeaban. Tampoco estaba en pie el que un día fuera su colegio ni las casas de sus amigos. Por un momento se sintió más sola que en el bunker.
El mundo había cambiado en apenas unos meses. Ya nada sería igual, pero ella estaba viva de nuevo. Pensó en la señal como en algo lejano, y quiso convencerse que también ella podría haber sobrevivido.

Mi pompa de jabón

Es mi sueño de futuro en mi presente. Es la burbuja en el aire que cuando la vas a coger explota. Estoy a punto de ir a por ella. La soplo, la hago subir y bajar, la veo volando en el aire. Cerca de mí, muy cerca. Parece que nos miramos. Me sonríe como diciendo: “ven a por mí, deja de jugar conmigo y cógeme.” Y cuando voy a extender mi mano en el aire, me da miedo ir a por ella, y vuelvo a mirarla al viento. Me llama como los cantos de sirena. Pongo mi mano bajo ella y la sigo en sus movimientos, sin tocarla, sin rozarla siquiera, pero cerca, muy cerca. Y empezamos a volar juntos. Mi cuerpo entero la sigue. Sigue a mi mano, y ella me mira, mi burbuja, mi pompa de jabón. Acaricio su contorno suavemente y parece que se estremece. Quiero entonces meterme dentro. Quiero ser una pompa de jabón fundiéndome con ese aire caliente y oloroso que desprende. Entonces ella me absorbe y desaparecemos en un mismo instante.


jueves, 9 de agosto de 2007

Una carrera contra la vida





Salí a correr como cada tarde. Metida en mis deportivas crucé de mala gana las calles que me separan del circuito. Cogí el ritmo tan pronto como pisé la entrada del Paseo de los Chopos. Por delante me esperaban los seis kilómetros que era capaz de hacer respirando. Era la mejor hora del día. El sol caía y se colaba entre las ramas de los árboles. Las nubes amenazaban a una parte del cielo, y un azul intenso contrastaba con la luz roja del atardecer.
“Correr sin pensar en nada”. Ésa era la frase que me repetía para lograr dejar mi mente en blanco. Una brisa cálida de primavera parecía querer acompañar mi carrera, pero mi gesto huraño la espantó. Quería sentir su roce sobre mi cara aunque olvidaba que tengo el poder de ahuyentar todo lo bueno que me rodea. Aceleré el paso para desafiar su tibio aire soplando, y tan pronto como se alejó de mí, empecé a echar de menos no haber dejado que mi rostro disfrutara del placer de su caricia.
“No pienses en nada”. Seguía repitiéndome la frase para que ningún otro pensamiento se instalara en mi cabeza. Por un momento la brisa me entretuvo, y sin mirar a nadie seguí adelante en mi paseo. Podía escuchar cómo se acercaban por mi espalda los corredores más expertos y al instante me rebasaban dejándome atrás con sus zancadas. Por su respiración era capaz de adivinar si se trataba de su primera, su segunda o su tercera vuelta. Algunos corrían el circuito tres veces antes de que yo fuera capaz de dar una sola vuelta.
Entré con varios minutos de adelanto en el “Paseo de los Plátanos”. No miré el cronómetro. Nunca lo llevo. Quizá es lo único que no cronometro en mi vida. Salgo a correr y aunque siempre es el mismo camino, es el único camino que hago sin pensar. Mi corazón iba más acelerado que de costumbre. Noté mis músculos tensos y fatigados, y mi ánimo a punto de derrumbarse y paralizar la carrera. Hubiera deseado dejarme caer allí mismo, en mitad de la tierra, y ponerme a llorar sin ninguna contemplación y sin tener que realizar ningún esfuerzo más. Me hubiera gustado llorar a gritos y que el paseo fuera solo mío, que nadie se cruzara en mi sendero, que nadie pudiera verme.
Como cada tarde, me esforcé en concentrar toda la energía en mis piernas. Una debía adelantar a la otra sin ningún otro cometido. Era la terapia que me había auto-impuesto para conseguir vaciar mi cabeza de todos los malos presagios que la taladraban sin piedad.
No quería pensar en mis hijos creciendo sin mi permiso. No quería pensar en lo dulce que era arroparlos cada noche, y lo difícil que me resulta acostumbrarme a su nueva voz, a su barba incipiente, a sus protestas diarias por la hora de volver a casa, por las peleas interminables para conseguir que estudien. No quería pensar en lo deprisa que ha pasado el tiempo, sin que me haya dado tiempo a vivir lo que estaba previsto que viviera. Lo había cronometrado todo a la perfección y ahora las marcas no cuadraban. Sin querer, sin poder, y a mi pesar, una agria sonrisa se dibujó en mi cara rompiendo mi débil concentración. Todavía sonreía, mientras respiraba ya con dificultad. Había dejado de tener mi mente en blanco y la ocupaba todo tipo de recuerdos y de frases sabias que suelo coleccionar.
Yo inventaba nuestro futuro. Lo adornaba con todo lujo de detalles. Creo que no faltaba un solo minuto, que no fuera capaz de imaginarlo a todo color. Por supuesto en mis sueños no era necesario maldecir para conseguir que Jaime se lavara los dientes, ni perseguir a Alejandro para que apagara la play-stasion y se metiera en la cama de una vez, ni tampoco eran necesarias las amenazas para conseguir un aprobado.
En realidad mi presente lo llenaba diseñando un futuro que nunca ha llegado en el tiempo y forma que lo diseñé. Ha llegado en tiempo de presente y en la forma en la que mi marido siempre dijo que llegaría. “De todo lo que imagines que pueda suceder, sucederá aquello que nunca has imaginado”. Y así ha sido.
Mi último tramo era el “Camino de la Abujeta”. Ahora que lo pienso, supongo que los dueños de este pueblo le pondrían el nombre porque al llegar aquí, empiezan a dolerte esas partes del cuerpo que no estás acostumbrado a mover. Lo de la “b” supongo también, que es propio de los primeros dueños del pueblo, hace ya muchos años. Creo que a medida que bulle mi cabeza, se ralentiza mi cuerpo. Trato de conseguir no pensar de nuevo en nada para dirigir toda mi energía a esas piernas que parecen de plomo. Por unos instantes logro un sprint y mi mente vuelve a dejar descansar a mi corazón. Definitivamente me cansa más pensar que correr.
Intento armonizar mi respiración. Voy jadeando y necesito una dosis extra de oxígeno. Por fin logro que entre aire hasta mis pulmones. Quiero sonreír. Quiero disfrutar de este último tramo de carrera. Quiero sentir la brisa en mi cara. Quiero saludar, aunque sea con un leve movimiento de cabeza, a los que se cruzan conmigo cada tarde. Quiero dejar de imaginar la vida y vivirla. Quiero mirar a mis hijos y felicitarles por estar donde están, y arrancar, de una vez por todas, esas marcas que no son suyas. Acostumbrarme a sus voces y dejarles que se tropiecen ellos solitos sin lanzarme como una loca a quitarles los obstáculos del camino. Quiero dejarme acariciar los nuevos pliegues de mi piel sintiendo el deseo. Quiero pensar en mi padre cuando me montaba en sus hombros y sonreír, quiero seguir haciendo clientes nuevos y volver a ser la imbatible vendedora de pisos. Mi carrera me ha enseñado que cada día puedo llegar un poco más lejos. Hoy he superado mi propia marca y esa es la única que cuenta.
Exhausta, emprendo el camino de vuelta a casa. Me apoyo sobre mis rodillas un momento para asegurarme que puedo con todo lo que llevo. Poco a poco enderezo mi espalda. Estiro todo mi cuerpo, y miro al cielo antes de salir del “Paseo de los Chopos”. Por alguna razón me parece diferente cuando lo miro desde aquí. Las nubes han cambiado de color. Ya no resultan tan amenazantes. Parece como si el poder del sol se cerniera sobre el azul intenso y su mezcla resulta verdaderamente gloriosa. No hay nada tan hermoso en este instante como fundirme con este cielo mientras dejo que la brisa acaricie mi cara.





sábado, 4 de agosto de 2007

Mi última despedida



He venido a traerte las flores que nunca te regalé. Ni siquiera tuve tiempo de despedirme. Te fuiste sin decirme adiós. Te fuiste a los veinte. Te fuiste sin vivir el tiempo necesario para descubrir cuánto te amaba. Serás para siempre ese hombre a medio camino, que se equivocó de dirección y no tuvo tiempo de rectificar.
Aquel taxista no te dio ninguna oportunidad. Supe que caíste al suelo mientras intentabas levantar tu brazo para parar un coche compasivo. Pero los coches no entienden de compasión. Si yo hubiera pasado por allí, tal vez estarías vivo. A mí no me asustaba tu aspecto, pero llevabas escrita tu adicción en cada movimiento de tu cuerpo. Las manos hundidas en los bolsillos y la cabeza hundida en el cuello de la cazadora. Alto, delgado, moreno. Muy moreno y muy delgado. Tus ojos negros, muy negros. Cuando miro tu foto, todavía puedo verlos llenos de vida. Tenías doce años cuando te la robé. Registré tu cartera una tarde que volvías del colegio y la lanzaste al sofá de tu casa donde te esperaba, mientras disimulaba jugando con tu hermana. Estaba allí por ti. Esperando. Siempre esperando verte entrar. Eras como una ráfaga de viento que viene y se va. Escondí la fotografía en mi bolsillo, como si supiera que fuera a ser lo único que podría conseguir de ti. Y así fue. No decías ni hola. Cogías el bocadillo que tu madre nos preparaba para merendar y te ibas otra vez a la calle.
Mientras tu hermana y yo crecíamos jugando a las casitas, estudiando las reglas de ortografía, haciendo problemas de matemáticas y pintando corazones verdes con tu nombre y el mío, tú te ibas muriendo un poco cada día. Tus ojos negros se apagaban. Su brillo dejó paso a esa mirada esquiva que tanto me dolía. Ahora sé que no me esquivabas a mí. He visto esa mirada en muchos drogadictos desde entonces. Pero tú fuiste el primero. En tu casa siempre había demasiada gente para reparar en tu ausencia. Sólo yo te observaba desde mi ventana. Conocía tu secreto y no sé si por temor, o porque no quería que me vieras como una niña mojigata, no me atreví a contarlo. Te veía cada tarde subiendo al cerro con la peor gente del barrio. Tal vez, gente tan perdida como tú en la soledad del fracaso, la ignorancia de la niñez y la imprudencia de la juventud. Te amé en secreto muchos más años de los que duró tu adicción. Una tarde me salvaste de tus propias fechorías. Querían robarme el bolso en una de esos rincones peligrosos que había en cada esquina de la barriada. Ya no éramos dos niños jugando al gato y al ratón. Yo había renunciado a tu amor, pero no al mío. Espantaste a aquellos compañeros tuyos sin atreverte a mirarme. Pero yo te vi. Eras prisionero de la muerte y tuve la certeza de que eras el próximo candidato. Me rodearon entre cuatro y me arrancaron el bolso del hombro. No me atreví a decir ni una palabra. Me quedé inmóvil. Entonces saliste de detrás de un muro y con un sólo silbido, los cuatro volvieron la mirada hacia ti. Levantaste tu mano en un gesto que parecía decir que te siguieran y sin mediar palabra lanzaron el bolso a mis pies y se dieron media vuelta. Tu cabeza volvió a hundirse en el cuello de tu cazadora. No levantaste la mirada ni una sola vez. No te hizo falta. Bastó un chistido para que los de tu banda se retiraran. Ahora debías ser el jefe. Eso pensé. Y me di cuenta que habían pasado varios años desde que hacías pellas en sexto de primaria. Estabas más delgado que nunca, y tu caminar era lento y pesado. Cuando te obedecieron, diste media vuelta contoneando tu cintura, y con la misma indiferencia con la que siempre me trataste, no te dignaste a volverte. Supongo que tampoco te quedaba dignidad. Me hubiera lanzado a tus brazos para salvarte. Para cogerte por la pechera y sacudirte hasta que alguno de los dos despertáramos de ese mal sueño. Ya no temía ser la niña mimada que corre en busca de su mamá para contarle lo que hace el vecino. Temía por tu vida y quizá por la mía. Ese mismo día a la vuelta del trabajo, subí a tu casa para hablar con tu madre. Tu hermana y yo ya no jugábamos a las muñecas. Esa mujer de luto eterno no podía creer lo que la estaba contando. Su precioso niño de ojos negros y el más guapo entre los guapos y el más bueno entre los buenos, no podía estar en el cerro jugando a ser Dios. Pero esa noche, subió las mangas de tu camisa. A penas quedaba sitio para otro pico. Llenos los dos brazos, te revolviste contra ella con la furia y la fuerza que otorga el veneno. La lanzaste contra la pared y le robaste todo el dinero y las joyas que le quedaban. Había visto llorar muchas veces a tu madre. Tampoco ella tuvo demasiada suerte en la vida. Tu hermana enfermó de esa dolencia que deja el virus de la meningitis y tu padre la dejó sola con todo su dolor. También lloró esa muerte. Pero llorar por tu vida fue el llanto más amargo que recuerdo de ella. Tu familia se unió a tu alrededor y por fin te diste cuenta que había gente que te quería de verdad. La droga corría por tus venas y antes de poder entrar en la granja de la salvación, te operaron del corazón. Un corazón de veinte años contaminado por las secuelas que fue dejándote cada jeringuilla, y aún así aguantó la embestida. Pasaron dos años más hasta que aprendiste el oficio de jardinero. Tu cuerpo volvía a recuperar sus medidas. Era un cuerpo diseñado para triunfar y truncado por el destino.
Cruzábamos en la escalera nuestras vidas por un instante. Un instante que duraba el sueño de haber podido tenerte. El sueño de haber podido evitar tu desgracia. Ya no ibas y venías como el viento. Caminabas como si arrastraras muchos más años de los que tenías. Como si te pesara el dolor causado, los recuerdo enterrados y no olvidados. Cuando se te escapaba una mirada de soslayo en los nuevos saludos que comenzábamos a ofrecernos, yo intentaba esquivarla para no volver a enamorarme. Luchabas sin descanso día tras día para ganar la batalla y que tu voluntad no se quebrara. Los amigos de las drogas no pueden ser amigos mas que del polvo, y te quedaste solo. Hubiera deseado ser tu amiga. Hubiera querido hablarte de cuánto te amaba. Hubiera querido decirte lo feliz que me hacía verte de nuevo, dueño del mundo del que nunca debiste salir. Pero no hice nada, excepto amarte en un silencio eterno.
Justo cuando buscabas en la dirección correcta un lugar en ese nuevo mundo desconocido, lo peor que hay en él, te lo encontraste tú de nuevo. Ninguno de los salvos, se atrevió a socorrer tu vida en una calle vacía. Asustados por perder la suya, te dejaron tendido en el asfalto, mientras tu corazón latía cada vez más y más despacio, hasta que se paró para siempre.
Me enteré de tu muerte cuando fui a visitar a tu madre con mi niño recién nacido. Su color negro, era más negro aún, y en sus ojos parecidos a los tuyos, ya no brillaba la esperanza. Mi presencia la dolía como si el niño que llevaba entre mis brazos tuviera que ser el tuyo y el mío. Salí de tu casa sintiendo la asfixia de tu corazón. Me faltaba el aire, y creo que respiré porque el llanto de mi hijo me recordó que él estaba vivo y era el momento de abrazarle para que nunca se sintiera tan solo como debiste sentirte tú en aquella calle vacía. Todavía conservo tu foto de doce años, llena de vida, llena de esperanza.
Ahora me dedico a dar charlas a niños de doce años para prevenir el consumo de drogas. Cuando acabo la clase teórica, les cuento la historia de dos niños que se querían mucho y no pudieron llegar a casarse porque la heroína se interpuso en su camino.
Adiós mi amor. Descansa en paz.

Mi viejita de los martes

Parecía un martes como otro cualquiera. Pensé que para todos los humanos sería un martes como los demás. Un maldito martes igual a todos. Sin embargo para mí era especial. Me levanté desaliñada, con los restos de una noche en duermevela colgando de mis ojos y unas profundas ojeras de días atrás. Miré al espejo de reojo sin atreverme a contemplar mi rostro, y me metí derecha a la ducha para aliviar esa pesadez de cuerpo y de alma que sentía. A mi pesar era martes y debía cumplir con las obligaciones. Envuelta en una toalla y un turbante recogiendo mi pelo, intenté cambiar la expresión de mi cara. Unos toques de polvos mágicos sobre los pómulos para cubrir mi palidez, una fina raya verde para resaltar el color de mis ojos, y un toque de brillo en los labios para que no parecieran tan muertos. Mi trabajo es alegrar a la gente y no dar lástima. ¡Quién no tiene problemas! No podía presentarme así ante mi viejita a contarle historias que la hicieran reír. Al pensar en ella esbocé una sonrisa sin permiso. Salí del baño al dormitorio. Me ceñí unos vaqueros agradeciendo a Levis su genial idea de inventar una prenda como ésta, busqué entre la ropa una blusa de tirantes para combatir el calor y bajé a la planta baja en dirección a la cocina como si fuera una autómata. Me preparé un café bien cargado y salí al jardín a tomar un poco de aire. Necesitaba llenar mis pulmones antes de emprender mi ruta. Contemplé el agua de la piscina, transparente, en calma, los matorrales rodeándola, el cielo azul, limpio, cálido, de verano. Agradecí a Dios todo lo que me ha dado y lo que no. Lo bueno y lo malo, y pensé en mi viejita sentada en su silla, deseosa de mi llegada. Sin más demora, cerré todas las puertas y bajé al garaje. Mi coche sucio. Lleno de goterones de las últimas tormentas que habían caído sobre él. ¿Cuántos días lleva así? Llevo tiempo sin preocuparme de nada. Pero de mi viejita sí. Mi viejita me preocupa. Justo cuando arranqué el motor, empecé a sentirme mejor. Mis músculos se destensaron. Encendí la radio. “Onda Melodía” 106 FM. Me gusta. Suenan canciones de esa época en la que una está enamorada y el mundo es de color rosa. Coloqué los retrovisores. Mis hijos siempre me descolocan los retrovisores cuando juegan al pin-pon. De un pisotón subí la rampa. Las puertas se cerraron tras de mí. Bajé la ventanilla. Prefiero el aire puro al aire acondicionado. Atravesé las calles de mi barrio a velocidad moderada, como no puede ser de otro modo con todos esos badenes que han puesto cada diez metros. Casas y más casas, todas parecen iguales. ¡Qué horror! Sin embargo es el pueblo con más árboles que conozco. Y como voy despacio, veo que cada una tiene su propia seña de identidad. Arcos llenos de rosales, águilas labradas, repujadas, orgullosas, como sus dueños, pensé. Enanitos en jardines de piedra, enanitos en jardines llenos de pinos, almendros, abedules. Fuentes blancas, de colores, pozos ciegos, macetas, macetones, campanas en la puerta, buzones pequeños, enormes, ventanas con rejas, sin rejas, tejadillos superpuestos, alambradas, faroles, farolillos, puertas automáticas, manuales…Pero para alguien que pasa sin más, todas las casas parecen iguales. Estaba deseando coger la autopista y salir de esas avenidas trazadas en paralelo, separadas por enormes intersecciones, y dejar atrás ese mundo nuevo al que pertenezco para llegar a mi antiguo barrio. A ese barrio donde los vecinos viven unos encima de otros, revueltos a veces, con calles estrechas, laberínticas, con patios sin árboles, llenos de ropa tendida, de olores a comida saliendo por las ventanas, de gritos de niños, de madres, de voces amigas. Por fin llego a la autopista. Ahora sí. Ahora puedo correr. Bueno, no mucho, porque los límites de velocidad son muy rigurosos. ¡Quién lo iba a decir! Los españoles rigurosos. En fin, me conformo. Ciento veinte es una velocidad prudente, pero me gustaría ir a doscientos, sentir todo el aire en mi cara asfixiando mi angustia de estos últimos días. Trato de relajarme. Suena nuestra canción y mi mente viaja a otros lugares. Veo los coches adelantándome y pienso que son unos locos del volante. Conozco el camino con los ojos cerrados. No necesito leer los carteles. De pronto, parón. Miro el reloj del coche, el reloj de pulsera, el reloj del móvil. Es la misma hora en todos. Debí salir antes de casa. En la autopista siempre hay atasco a estas horas de la mañana. Me digo que lo tomaré con calma y contemplo a los camioneros con sus caras morenas, sus brazos negros por el sol, fumando, fumando como yo, ajenos al tráfico, acostumbrados a él. Supongo que es su trabajo. Atrás de mí, escucho un frenazo. Un frenazo de esos que suenan a despiste. No hay golpe. La gente comienza a bajar sus ventanillas como si de repente no pudieran respirar, otros con su aire acondicionado a tope se reclinan en los asientos. Parecen no tener prisa. Supongo que todos estamos ya habituados a pasar en la carretera parte de nuestra vida. Sobre todo ahora que Madrid es un socavón completo. ¿Viajará nuestro alcalde en automóvil o en helicóptero? Claro que hay ciudades peores. México por ejemplo. Dicen que es la peor ciudad del mundo para conducir. Y noto cómo se contraen mis labios mientras golpeo el volante con los dedos. Subo el volumen de la música y sueño que estoy en otra parte. Montando a caballo por la orilla del mar, de un mar que no acaba nunca. Imagino relatos interminables que luego no seré capaz de plasmar en un papel. Vuelven a ponerse en marcha los coches. Como por arte de magia ha desaparecido el atasco. Cojo la desviación que me lleva a casa de mi viejita. Veo los primeros bloques levantarse entre un cielo gris. Aquí el cielo ya no es azul. Es espeso, la contaminación se puede oler. Subo las ventanillas de mi coche y enciendo el aire. El humo de los autobuses me atufa. Semáforos, pasos de cebra, gente que se te echa encima con un cubo de agua para limpiar la luna del parabrisas…Aprieto instintivamente una tecla y todas las puertas se cierran a la misma vez que oigo un clik. Dejo que me limpien las gotas de la tormenta. Casi lo agradezco y por la ventanilla saco una moneda de un euro. ¡Qué menos pienso! Arranco de nuevo y en el siguiente semáforo un grupo de niños y niñas me ofrecen clinex desde cierta distancia. Cojo un paquete, otro euro. La verdad es que nunca vienen mal, sobre todo con estas ganas de llorar que tengo. Avanzo un poco más. Observo mi primer colegio. Los árboles de la entrada han crecido mucho, pero no me entretengo en mirarlo. No me gusta recordar a las viejas monjas puritanas obligándome a bajar el dobladillo de la falda. Y sonrío por segunda vez en el día. Ahora ya no es un colegio de niñas. El estado les ha obligado a admitir al sexo contrario, al enemigo, o si no pierden su concierto. Y vuelvo a sonreír maliciosamente. Todo parece distinto. Vengo cada martes y cada vez me parece todo más distinto. El viejo “Prao Longo” es ahora un parque con puentes, lagos artificiales, bancos, edificios del ayuntamiento, hermosas fuentes adornando paseos empedrados, columpios y niños de muchas razas distintas jugando en ellos. Todo está lleno de color. Las explanadas de tierra han sido sustituidas por campos de césped, y los aros de alambre oxidado, por bellas canastas de baloncesto. Una buena jugada política para adornar tanta miseria como se encierra tras él. Dejo atrás el viejo prao y giro a la derecha para introducirme en el desbarajuste de calles llenas de camiones cargando y descargando su mercancía a las puertas de la ristra de bares que siguen intactos. Algunos conservan incluso los mismos nombres de antaño. Sonidos de claxon, mujeres con sus carros de la compra saliendo de los mercados llenos de puestos de carne, fruta, pescado, pan…todos atendidos por personas de verdad que te dan los buenos días y te preguntan qué tal los niños y el marido. Las veo cargadas con su compra sorteando obstáculos para poder llegar a las aceras. Locutorios llenos de gente que se reúnen en la puerta para hacer vez y poder conectar con sus familias al otro lado del océano, ventanas abiertas de par en par, y a lo lejos oigo las campanas de la iglesia donde tomé mi primera comunión repicando las diez de la mañana. El camión frigorífico que descarga las bebidas cierra sus puertas y me pongo en movimiento. Sé que tendré que dar unas cuantas vueltas por el barrio antes de poder encontrar un hueco libre donde aparcar el coche. Veo que se va uno y pongo el intermitente. Hay que ser un experto para poder aparcar el coche en una calle tan estrecha como ésa, pero no se puede despreciar la suerte. Hago mil maniobras mientras el conductor de atrás espera impaciente. Como hoy no es un martes cualquiera, camino despacio para poder recrear mi vista en los recuerdos. Las calles ya no son de arena ni de barro. Ahora están asfaltadas y llenas de parches como si el dinero siguiera teniendo prohibido el paso a este lugar. Una mujer sale de un portal y rocía la acera con un cubo de agua sucia. La sorteo y la sonrío. Me pide disculpas. La educación no está reñida con la pobreza. La calle está llena de gente, sobre todo chinos y ecuatorianos. No conozco a nadie. Sólo queda mi viejita. Ella sigue resistiendo el paso del tiempo en el mismo lugar donde nací. Es la única que no ha cambiado. Sólo su cara está más arrugada, pero su ánimo sigue intacto. La admiro. Me avergüenza mi tristeza. Ella sí tiene motivos para estar triste. Ya le falta un hijo y un marido. Está asomada a la ventana y cuando me ve, corre a abrirme la puerta. Oigo el pitido del portero automático y empujo el portón de madera. Dentro todo está sucio. Ya nadie se molesta en barrer el suelo ni fregar las escaleras. Inevitablemente mi vista se va a la primera puerta que encuentro. Esa puerta que dio cabida a mi infancia y a mi pubertad. Tras ella queda el recuerdo de esa edad donde los problemas se solucionaban con un beso de mamá o de la vecina. Subo despacio y oigo las primeras palabras de agradecimiento y bienvenida. Besos, abrazos, y más besos y abrazos. Está vestida con colores alegres y dispuesta a pasear. -Hoy quiero ir a la iglesia de San Antonio, -me dice. Y en ese momento la sonrío con todo el amor que se merece. La cojo del brazo y caminando recorreremos unas cuantas calles más, llenas de tiendas de todo a 100 sin cambiar el letrero, puestos de verduras improvisados en las esquinas, talleres de coches entre casas bajas de los vecinos más pobres, tiendas de ultramarinos que sobreviven vendiendo sardinas en arenque. A cada paso, mi viejita saluda a todo el que se cruza con nosotras. No ha perdido su humor ni su generosidad y por eso todo el mundo la conoce. Todos en el barrio saben que se puede contar con ella. Ella lo sabe todo. Vive allí desde siempre. Ahora sus vecinos son otros. Extranjeros, como dice ella, todos extranjeros, pero buena gente. Y todos la quieren. La paran para besarla y ella orgullosa me presenta. -Mi hija, -dice-. -Bueno como si lo fuera, -añade-. Y yo entonces me siento más orgullosa que ella por su cariño. La sonrisa vuelve a mi rostro. Esta vez abierta, espontánea, y noto cómo un calambre recorre mi cuerpo. Casas grises con puertas pintadas de distintos colores, desconchadas, la chatarrería de don Crespo, el corral de doña Justa, ahora ocupado por una grúa, la explanada del merendero, todo se va quedando atrás, y llegamos a la calle principal del barrio. Las tiendas se ven más lustrosas, como si no fuera posible que en sus perpendiculares existiera toda esa miseria que habita. La luz se hace más intensa, el tráfico también. Esperamos que el muñequito del semáforo se ponga verde y cruzamos despacio. Mi viejita agarrada a mi brazo, y yo abrazándolo. Llegamos a la iglesia para hacer su visita. Aprovecho el silencio del templo y pongo una vela por instinto junto a ella y pido que me salve aunque no crea en los milagros. 

viernes, 3 de agosto de 2007

A través del patio



El teléfono de Carlota sonó a la una y media de la tarde. No era hora de que sonara el teléfono. Era la hora de preparar la comida, de picar ajo en los morteros, de volver del colegio con los niños, de poner los platos en la mesa, de escuchar a Angelita gritando a los mellizos, de oír cantar a doña Manuela “ese toro enamorao de la luna”. La hora de la siesta de Inés, la hora de esperar que Pepe llegara a casa a comer y comer juntos, y que me dijera lo rico que me había salido el cocido. Era su comida preferida y yo se la hacía todos los lunes para complacerle, para que empezara fuerte la semana. Pepe trabajaba mucho. Mi padre siempre decía ¡qué hombre tan trabajador te has llevado, nena! Y yo siempre respondía: y ¡guapo, sobre todo guapo! Y alzándome en mis puntas todo lo que podía y apoyándome en su hombro, intentaba alcanzarle la cara para darle un beso.

“¡Soledaaaad!” Mi nombre resonó a través del patio, en mitad de un montón de olores que salían por las ventanas y se mezclaban con el de mi cocido. Sonó en mitad de las sábanas colgadas de las cuerdas que tapaban la poca luz de las ventanas. Sonó y despertó al señor Mauri que dormía de día porque trabajaba de noche, y comenzó con su retahíla de protestas, y despertó a Inés que dormía en su cuna esperando que llegara papá y le diera un beso.
“¡Soledaaaad!” Recuerdo mi nombre en la voz de Carlota, una voz potente y dura. Una voz que aquella tarde me sonó a urgencia. No era mi cumpleaños, ni el de Pepe, ni el de Inés. No era navidad. No era hora de que sonara el teléfono.

Crucé el patio que nos separaba de dos zancadas.

Carlota se encogió de hombros y me pasó el auricular sin moverse de mi lado. Recuerdo haber pensado que bien podría dejarme un poco de intimidad. Pero Carlota se quedó allí, justo a mi lado, mirándome muy fija.
“¿Señora de Ramirez?”. Nadie me llamaba así. Yo era Soledad, la de la panadera, o la mujer de Pepe, o Soledad a secas, pero nadie me llamaba señora de Ramirez.
“Su marido ha tenido un accidente… Siento comunicarla que ha fallecido cuando…”
No logré escuchar una palabra más. El teléfono se cayó de mis manos y yo me deslicé por la pared hasta quedar sentada en la silla que Carlota usaba para atender sus llamadas.
Mi vecina cogió el relevo y terminó de coger el recado. Después se agachó hasta mi altura y me abrazó muy fuerte con su enorme cuerpo. Cambió su voz potente y dura por una voz tierna y dulce, pero yo no podía escuchar nada. De repente lo mellizos de Angelita dejaron de gritar, el toro enamorao de Manuela enmudeció, las protestas del señor Mauri maldiciendo el teléfono de Carlota cesaron, las sábanas colgadas de las cuerdas volvieron todo más oscuro. Todo quedó en silencio. Ni un mortero, ni un plato, ni una sola radio sonando en el patio. No podía oír nada. Sentí como si mi sangre me abandonara y quise morirme allí mismo, en mitad de ese patio del que nunca saldría ya. Quise morirme en esa silla donde se desvanecieron todos nuestros sueños. Porque Pepe y yo soñábamos con salir de allí, soñábamos con un jardín lleno de luz, con una casita donde las voces de los vecinos no se colaran por las ventanas, donde tuviéramos nuestro propio teléfono para llamar a la familia y desearle feliz navidad. Soñábamos con tener más hijos, con hacernos viejos juntos y pasear de la mano por el parque, porque nosotros no dejaríamos de amarnos nunca.
Escuché el llanto de Inés a lo lejos. Su papá ya no la despertaría de su siesta para jugar con ella un ratito antes de volver a marcharse. Ya nadie me diría lo rico que estaba mi cocido, ni me besaría por las mañanas para soportar el día en mitad de ese patio. Más que nunca quise abrazarle, sentir su cuerpo en el mío, alzarme para besar su mejilla, ver su sonrisa… Una vez más.
Me levanté de la silla como una autómata para ir a consolar a Inés. Carlota me seguía de cerca. Mis piernas parecían tener vida propia. Un pie primero y otro después. Es como si me hubieran vaciado por dentro. No sentía el aire entrar ni salir de mis pulmones. Mis ojos secos, mi mirada fija en el llanto de Inés que me guiaba. Cuando la levanté de la cuna estaba roja de tanto llorar. No sabía cuánto tiempo había pasado sentada en la silla de Carlota repasando todo lo que Pepe y yo soñamos. Repasando la última vez que me hizo el amor, su cuerpo desnudo, sus manos llenas de grasa, sus manos acariciándome, su boca besándome, su beso de esa misma mañana despidiéndose para siempre. ¿Por qué no le besé con más pasión? ¿Por qué no le abracé con más fuerza? ¿Por qué, por qué, por qué…? Inés lloraba a lo lejos.
Abracé su cuerpecito como si dentro de él estuviera Pepe, como si a través de ella pudiera abrazar a los dos. Y entonces rompí a llorar.

Aún vivo en mitad de ese patio lleno de olores, lleno de sábanas que tapan la luz de mi ventana. Pero ya no echo de menos un jardín, ni un teléfono, ni una casa más grande. Ahora mi casa me parece enorme. Ahora sólo echo de menos que llegue Pepe y me bese, y me diga lo rico que está mi cocido. Ahora doy gracias por vivir en mitad de este patio. Carlota cuida de Inés mientras yo me marcho a limpiar otras casas. Y cuando la recojo y la abrazo y la beso, me devuelve una sonrisa muy parecida a la de su padre.