sábado, 4 de agosto de 2007

Mi última despedida



He venido a traerte las flores que nunca te regalé. Ni siquiera tuve tiempo de despedirme. Te fuiste sin decirme adiós. Te fuiste a los veinte. Te fuiste sin vivir el tiempo necesario para descubrir cuánto te amaba. Serás para siempre ese hombre a medio camino, que se equivocó de dirección y no tuvo tiempo de rectificar.
Aquel taxista no te dio ninguna oportunidad. Supe que caíste al suelo mientras intentabas levantar tu brazo para parar un coche compasivo. Pero los coches no entienden de compasión. Si yo hubiera pasado por allí, tal vez estarías vivo. A mí no me asustaba tu aspecto, pero llevabas escrita tu adicción en cada movimiento de tu cuerpo. Las manos hundidas en los bolsillos y la cabeza hundida en el cuello de la cazadora. Alto, delgado, moreno. Muy moreno y muy delgado. Tus ojos negros, muy negros. Cuando miro tu foto, todavía puedo verlos llenos de vida. Tenías doce años cuando te la robé. Registré tu cartera una tarde que volvías del colegio y la lanzaste al sofá de tu casa donde te esperaba, mientras disimulaba jugando con tu hermana. Estaba allí por ti. Esperando. Siempre esperando verte entrar. Eras como una ráfaga de viento que viene y se va. Escondí la fotografía en mi bolsillo, como si supiera que fuera a ser lo único que podría conseguir de ti. Y así fue. No decías ni hola. Cogías el bocadillo que tu madre nos preparaba para merendar y te ibas otra vez a la calle.
Mientras tu hermana y yo crecíamos jugando a las casitas, estudiando las reglas de ortografía, haciendo problemas de matemáticas y pintando corazones verdes con tu nombre y el mío, tú te ibas muriendo un poco cada día. Tus ojos negros se apagaban. Su brillo dejó paso a esa mirada esquiva que tanto me dolía. Ahora sé que no me esquivabas a mí. He visto esa mirada en muchos drogadictos desde entonces. Pero tú fuiste el primero. En tu casa siempre había demasiada gente para reparar en tu ausencia. Sólo yo te observaba desde mi ventana. Conocía tu secreto y no sé si por temor, o porque no quería que me vieras como una niña mojigata, no me atreví a contarlo. Te veía cada tarde subiendo al cerro con la peor gente del barrio. Tal vez, gente tan perdida como tú en la soledad del fracaso, la ignorancia de la niñez y la imprudencia de la juventud. Te amé en secreto muchos más años de los que duró tu adicción. Una tarde me salvaste de tus propias fechorías. Querían robarme el bolso en una de esos rincones peligrosos que había en cada esquina de la barriada. Ya no éramos dos niños jugando al gato y al ratón. Yo había renunciado a tu amor, pero no al mío. Espantaste a aquellos compañeros tuyos sin atreverte a mirarme. Pero yo te vi. Eras prisionero de la muerte y tuve la certeza de que eras el próximo candidato. Me rodearon entre cuatro y me arrancaron el bolso del hombro. No me atreví a decir ni una palabra. Me quedé inmóvil. Entonces saliste de detrás de un muro y con un sólo silbido, los cuatro volvieron la mirada hacia ti. Levantaste tu mano en un gesto que parecía decir que te siguieran y sin mediar palabra lanzaron el bolso a mis pies y se dieron media vuelta. Tu cabeza volvió a hundirse en el cuello de tu cazadora. No levantaste la mirada ni una sola vez. No te hizo falta. Bastó un chistido para que los de tu banda se retiraran. Ahora debías ser el jefe. Eso pensé. Y me di cuenta que habían pasado varios años desde que hacías pellas en sexto de primaria. Estabas más delgado que nunca, y tu caminar era lento y pesado. Cuando te obedecieron, diste media vuelta contoneando tu cintura, y con la misma indiferencia con la que siempre me trataste, no te dignaste a volverte. Supongo que tampoco te quedaba dignidad. Me hubiera lanzado a tus brazos para salvarte. Para cogerte por la pechera y sacudirte hasta que alguno de los dos despertáramos de ese mal sueño. Ya no temía ser la niña mimada que corre en busca de su mamá para contarle lo que hace el vecino. Temía por tu vida y quizá por la mía. Ese mismo día a la vuelta del trabajo, subí a tu casa para hablar con tu madre. Tu hermana y yo ya no jugábamos a las muñecas. Esa mujer de luto eterno no podía creer lo que la estaba contando. Su precioso niño de ojos negros y el más guapo entre los guapos y el más bueno entre los buenos, no podía estar en el cerro jugando a ser Dios. Pero esa noche, subió las mangas de tu camisa. A penas quedaba sitio para otro pico. Llenos los dos brazos, te revolviste contra ella con la furia y la fuerza que otorga el veneno. La lanzaste contra la pared y le robaste todo el dinero y las joyas que le quedaban. Había visto llorar muchas veces a tu madre. Tampoco ella tuvo demasiada suerte en la vida. Tu hermana enfermó de esa dolencia que deja el virus de la meningitis y tu padre la dejó sola con todo su dolor. También lloró esa muerte. Pero llorar por tu vida fue el llanto más amargo que recuerdo de ella. Tu familia se unió a tu alrededor y por fin te diste cuenta que había gente que te quería de verdad. La droga corría por tus venas y antes de poder entrar en la granja de la salvación, te operaron del corazón. Un corazón de veinte años contaminado por las secuelas que fue dejándote cada jeringuilla, y aún así aguantó la embestida. Pasaron dos años más hasta que aprendiste el oficio de jardinero. Tu cuerpo volvía a recuperar sus medidas. Era un cuerpo diseñado para triunfar y truncado por el destino.
Cruzábamos en la escalera nuestras vidas por un instante. Un instante que duraba el sueño de haber podido tenerte. El sueño de haber podido evitar tu desgracia. Ya no ibas y venías como el viento. Caminabas como si arrastraras muchos más años de los que tenías. Como si te pesara el dolor causado, los recuerdo enterrados y no olvidados. Cuando se te escapaba una mirada de soslayo en los nuevos saludos que comenzábamos a ofrecernos, yo intentaba esquivarla para no volver a enamorarme. Luchabas sin descanso día tras día para ganar la batalla y que tu voluntad no se quebrara. Los amigos de las drogas no pueden ser amigos mas que del polvo, y te quedaste solo. Hubiera deseado ser tu amiga. Hubiera querido hablarte de cuánto te amaba. Hubiera querido decirte lo feliz que me hacía verte de nuevo, dueño del mundo del que nunca debiste salir. Pero no hice nada, excepto amarte en un silencio eterno.
Justo cuando buscabas en la dirección correcta un lugar en ese nuevo mundo desconocido, lo peor que hay en él, te lo encontraste tú de nuevo. Ninguno de los salvos, se atrevió a socorrer tu vida en una calle vacía. Asustados por perder la suya, te dejaron tendido en el asfalto, mientras tu corazón latía cada vez más y más despacio, hasta que se paró para siempre.
Me enteré de tu muerte cuando fui a visitar a tu madre con mi niño recién nacido. Su color negro, era más negro aún, y en sus ojos parecidos a los tuyos, ya no brillaba la esperanza. Mi presencia la dolía como si el niño que llevaba entre mis brazos tuviera que ser el tuyo y el mío. Salí de tu casa sintiendo la asfixia de tu corazón. Me faltaba el aire, y creo que respiré porque el llanto de mi hijo me recordó que él estaba vivo y era el momento de abrazarle para que nunca se sintiera tan solo como debiste sentirte tú en aquella calle vacía. Todavía conservo tu foto de doce años, llena de vida, llena de esperanza.
Ahora me dedico a dar charlas a niños de doce años para prevenir el consumo de drogas. Cuando acabo la clase teórica, les cuento la historia de dos niños que se querían mucho y no pudieron llegar a casarse porque la heroína se interpuso en su camino.
Adiós mi amor. Descansa en paz.

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