sábado, 4 de agosto de 2007

Mi viejita de los martes

Parecía un martes como otro cualquiera. Pensé que para todos los humanos sería un martes como los demás. Un maldito martes igual a todos. Sin embargo para mí era especial. Me levanté desaliñada, con los restos de una noche en duermevela colgando de mis ojos y unas profundas ojeras de días atrás. Miré al espejo de reojo sin atreverme a contemplar mi rostro, y me metí derecha a la ducha para aliviar esa pesadez de cuerpo y de alma que sentía. A mi pesar era martes y debía cumplir con las obligaciones. Envuelta en una toalla y un turbante recogiendo mi pelo, intenté cambiar la expresión de mi cara. Unos toques de polvos mágicos sobre los pómulos para cubrir mi palidez, una fina raya verde para resaltar el color de mis ojos, y un toque de brillo en los labios para que no parecieran tan muertos. Mi trabajo es alegrar a la gente y no dar lástima. ¡Quién no tiene problemas! No podía presentarme así ante mi viejita a contarle historias que la hicieran reír. Al pensar en ella esbocé una sonrisa sin permiso. Salí del baño al dormitorio. Me ceñí unos vaqueros agradeciendo a Levis su genial idea de inventar una prenda como ésta, busqué entre la ropa una blusa de tirantes para combatir el calor y bajé a la planta baja en dirección a la cocina como si fuera una autómata. Me preparé un café bien cargado y salí al jardín a tomar un poco de aire. Necesitaba llenar mis pulmones antes de emprender mi ruta. Contemplé el agua de la piscina, transparente, en calma, los matorrales rodeándola, el cielo azul, limpio, cálido, de verano. Agradecí a Dios todo lo que me ha dado y lo que no. Lo bueno y lo malo, y pensé en mi viejita sentada en su silla, deseosa de mi llegada. Sin más demora, cerré todas las puertas y bajé al garaje. Mi coche sucio. Lleno de goterones de las últimas tormentas que habían caído sobre él. ¿Cuántos días lleva así? Llevo tiempo sin preocuparme de nada. Pero de mi viejita sí. Mi viejita me preocupa. Justo cuando arranqué el motor, empecé a sentirme mejor. Mis músculos se destensaron. Encendí la radio. “Onda Melodía” 106 FM. Me gusta. Suenan canciones de esa época en la que una está enamorada y el mundo es de color rosa. Coloqué los retrovisores. Mis hijos siempre me descolocan los retrovisores cuando juegan al pin-pon. De un pisotón subí la rampa. Las puertas se cerraron tras de mí. Bajé la ventanilla. Prefiero el aire puro al aire acondicionado. Atravesé las calles de mi barrio a velocidad moderada, como no puede ser de otro modo con todos esos badenes que han puesto cada diez metros. Casas y más casas, todas parecen iguales. ¡Qué horror! Sin embargo es el pueblo con más árboles que conozco. Y como voy despacio, veo que cada una tiene su propia seña de identidad. Arcos llenos de rosales, águilas labradas, repujadas, orgullosas, como sus dueños, pensé. Enanitos en jardines de piedra, enanitos en jardines llenos de pinos, almendros, abedules. Fuentes blancas, de colores, pozos ciegos, macetas, macetones, campanas en la puerta, buzones pequeños, enormes, ventanas con rejas, sin rejas, tejadillos superpuestos, alambradas, faroles, farolillos, puertas automáticas, manuales…Pero para alguien que pasa sin más, todas las casas parecen iguales. Estaba deseando coger la autopista y salir de esas avenidas trazadas en paralelo, separadas por enormes intersecciones, y dejar atrás ese mundo nuevo al que pertenezco para llegar a mi antiguo barrio. A ese barrio donde los vecinos viven unos encima de otros, revueltos a veces, con calles estrechas, laberínticas, con patios sin árboles, llenos de ropa tendida, de olores a comida saliendo por las ventanas, de gritos de niños, de madres, de voces amigas. Por fin llego a la autopista. Ahora sí. Ahora puedo correr. Bueno, no mucho, porque los límites de velocidad son muy rigurosos. ¡Quién lo iba a decir! Los españoles rigurosos. En fin, me conformo. Ciento veinte es una velocidad prudente, pero me gustaría ir a doscientos, sentir todo el aire en mi cara asfixiando mi angustia de estos últimos días. Trato de relajarme. Suena nuestra canción y mi mente viaja a otros lugares. Veo los coches adelantándome y pienso que son unos locos del volante. Conozco el camino con los ojos cerrados. No necesito leer los carteles. De pronto, parón. Miro el reloj del coche, el reloj de pulsera, el reloj del móvil. Es la misma hora en todos. Debí salir antes de casa. En la autopista siempre hay atasco a estas horas de la mañana. Me digo que lo tomaré con calma y contemplo a los camioneros con sus caras morenas, sus brazos negros por el sol, fumando, fumando como yo, ajenos al tráfico, acostumbrados a él. Supongo que es su trabajo. Atrás de mí, escucho un frenazo. Un frenazo de esos que suenan a despiste. No hay golpe. La gente comienza a bajar sus ventanillas como si de repente no pudieran respirar, otros con su aire acondicionado a tope se reclinan en los asientos. Parecen no tener prisa. Supongo que todos estamos ya habituados a pasar en la carretera parte de nuestra vida. Sobre todo ahora que Madrid es un socavón completo. ¿Viajará nuestro alcalde en automóvil o en helicóptero? Claro que hay ciudades peores. México por ejemplo. Dicen que es la peor ciudad del mundo para conducir. Y noto cómo se contraen mis labios mientras golpeo el volante con los dedos. Subo el volumen de la música y sueño que estoy en otra parte. Montando a caballo por la orilla del mar, de un mar que no acaba nunca. Imagino relatos interminables que luego no seré capaz de plasmar en un papel. Vuelven a ponerse en marcha los coches. Como por arte de magia ha desaparecido el atasco. Cojo la desviación que me lleva a casa de mi viejita. Veo los primeros bloques levantarse entre un cielo gris. Aquí el cielo ya no es azul. Es espeso, la contaminación se puede oler. Subo las ventanillas de mi coche y enciendo el aire. El humo de los autobuses me atufa. Semáforos, pasos de cebra, gente que se te echa encima con un cubo de agua para limpiar la luna del parabrisas…Aprieto instintivamente una tecla y todas las puertas se cierran a la misma vez que oigo un clik. Dejo que me limpien las gotas de la tormenta. Casi lo agradezco y por la ventanilla saco una moneda de un euro. ¡Qué menos pienso! Arranco de nuevo y en el siguiente semáforo un grupo de niños y niñas me ofrecen clinex desde cierta distancia. Cojo un paquete, otro euro. La verdad es que nunca vienen mal, sobre todo con estas ganas de llorar que tengo. Avanzo un poco más. Observo mi primer colegio. Los árboles de la entrada han crecido mucho, pero no me entretengo en mirarlo. No me gusta recordar a las viejas monjas puritanas obligándome a bajar el dobladillo de la falda. Y sonrío por segunda vez en el día. Ahora ya no es un colegio de niñas. El estado les ha obligado a admitir al sexo contrario, al enemigo, o si no pierden su concierto. Y vuelvo a sonreír maliciosamente. Todo parece distinto. Vengo cada martes y cada vez me parece todo más distinto. El viejo “Prao Longo” es ahora un parque con puentes, lagos artificiales, bancos, edificios del ayuntamiento, hermosas fuentes adornando paseos empedrados, columpios y niños de muchas razas distintas jugando en ellos. Todo está lleno de color. Las explanadas de tierra han sido sustituidas por campos de césped, y los aros de alambre oxidado, por bellas canastas de baloncesto. Una buena jugada política para adornar tanta miseria como se encierra tras él. Dejo atrás el viejo prao y giro a la derecha para introducirme en el desbarajuste de calles llenas de camiones cargando y descargando su mercancía a las puertas de la ristra de bares que siguen intactos. Algunos conservan incluso los mismos nombres de antaño. Sonidos de claxon, mujeres con sus carros de la compra saliendo de los mercados llenos de puestos de carne, fruta, pescado, pan…todos atendidos por personas de verdad que te dan los buenos días y te preguntan qué tal los niños y el marido. Las veo cargadas con su compra sorteando obstáculos para poder llegar a las aceras. Locutorios llenos de gente que se reúnen en la puerta para hacer vez y poder conectar con sus familias al otro lado del océano, ventanas abiertas de par en par, y a lo lejos oigo las campanas de la iglesia donde tomé mi primera comunión repicando las diez de la mañana. El camión frigorífico que descarga las bebidas cierra sus puertas y me pongo en movimiento. Sé que tendré que dar unas cuantas vueltas por el barrio antes de poder encontrar un hueco libre donde aparcar el coche. Veo que se va uno y pongo el intermitente. Hay que ser un experto para poder aparcar el coche en una calle tan estrecha como ésa, pero no se puede despreciar la suerte. Hago mil maniobras mientras el conductor de atrás espera impaciente. Como hoy no es un martes cualquiera, camino despacio para poder recrear mi vista en los recuerdos. Las calles ya no son de arena ni de barro. Ahora están asfaltadas y llenas de parches como si el dinero siguiera teniendo prohibido el paso a este lugar. Una mujer sale de un portal y rocía la acera con un cubo de agua sucia. La sorteo y la sonrío. Me pide disculpas. La educación no está reñida con la pobreza. La calle está llena de gente, sobre todo chinos y ecuatorianos. No conozco a nadie. Sólo queda mi viejita. Ella sigue resistiendo el paso del tiempo en el mismo lugar donde nací. Es la única que no ha cambiado. Sólo su cara está más arrugada, pero su ánimo sigue intacto. La admiro. Me avergüenza mi tristeza. Ella sí tiene motivos para estar triste. Ya le falta un hijo y un marido. Está asomada a la ventana y cuando me ve, corre a abrirme la puerta. Oigo el pitido del portero automático y empujo el portón de madera. Dentro todo está sucio. Ya nadie se molesta en barrer el suelo ni fregar las escaleras. Inevitablemente mi vista se va a la primera puerta que encuentro. Esa puerta que dio cabida a mi infancia y a mi pubertad. Tras ella queda el recuerdo de esa edad donde los problemas se solucionaban con un beso de mamá o de la vecina. Subo despacio y oigo las primeras palabras de agradecimiento y bienvenida. Besos, abrazos, y más besos y abrazos. Está vestida con colores alegres y dispuesta a pasear. -Hoy quiero ir a la iglesia de San Antonio, -me dice. Y en ese momento la sonrío con todo el amor que se merece. La cojo del brazo y caminando recorreremos unas cuantas calles más, llenas de tiendas de todo a 100 sin cambiar el letrero, puestos de verduras improvisados en las esquinas, talleres de coches entre casas bajas de los vecinos más pobres, tiendas de ultramarinos que sobreviven vendiendo sardinas en arenque. A cada paso, mi viejita saluda a todo el que se cruza con nosotras. No ha perdido su humor ni su generosidad y por eso todo el mundo la conoce. Todos en el barrio saben que se puede contar con ella. Ella lo sabe todo. Vive allí desde siempre. Ahora sus vecinos son otros. Extranjeros, como dice ella, todos extranjeros, pero buena gente. Y todos la quieren. La paran para besarla y ella orgullosa me presenta. -Mi hija, -dice-. -Bueno como si lo fuera, -añade-. Y yo entonces me siento más orgullosa que ella por su cariño. La sonrisa vuelve a mi rostro. Esta vez abierta, espontánea, y noto cómo un calambre recorre mi cuerpo. Casas grises con puertas pintadas de distintos colores, desconchadas, la chatarrería de don Crespo, el corral de doña Justa, ahora ocupado por una grúa, la explanada del merendero, todo se va quedando atrás, y llegamos a la calle principal del barrio. Las tiendas se ven más lustrosas, como si no fuera posible que en sus perpendiculares existiera toda esa miseria que habita. La luz se hace más intensa, el tráfico también. Esperamos que el muñequito del semáforo se ponga verde y cruzamos despacio. Mi viejita agarrada a mi brazo, y yo abrazándolo. Llegamos a la iglesia para hacer su visita. Aprovecho el silencio del templo y pongo una vela por instinto junto a ella y pido que me salve aunque no crea en los milagros. 

1 comentario:

silvia zappia dijo...

Tu viejita...en un relato tan diferente al de la mía, al de Ángela, con un entorno urbano tan distinto, pero con recuerdos contenidos tan iguales.
Gracias por haberme traído hasta aquí, desconocía este tu otro espacio.

MIl besos!