lunes, 9 de junio de 2014

Arrieros

Hay muchos refranes que denotan venganza, como si necesitáramos justificar la rabia. Yo no sé si me resisto o me reprimo, pero sé que la venganza no es buena, por más que la rabia nos llene de tristeza. "Arrieros somos, y en el camino nos encontraremos" Yo no pienso devolver el golpe si tengo ocasión, pero bien es cierto que trataré de evitarla, que es casi como pecar por omisión. Son de los pecados que más duelen. La ignorancia emocional, hiere, sobre todo cuando comienzas a dudar si será ignorancia o como se diría en mi pueblo, algo a caso hecho. Pero yo que siempre he pensado bien, me he cansado de pensar, y ya sólo me sirven los hechos, que no las palabras, ni siquiera las bienintencionadas.


miércoles, 28 de mayo de 2014

Un gran día

Cómo deciros que hoy ha sido un día grandioso. Uno de ésos que tiene de todo, pero de todo todo. Desde las entrañas de la tierra hasta el mismo cielo. Hoy ha sido uno de esos días que no se olvida. No es demasiado larga la lista. Sólo cabe lo importante, y hoy ha sido un día importante.
 Desde el más pequeño de mis hijos hasta el más grande, pasando por el mediano, que no me acostumbro, porque siempre fue el pequeño,  mi corazón ha rebosado. Parecía que el protagonista del día fuera a ser don Lucas, ¡quién si no en estos últimos tramos de la vida! Pero ha resultado ser don Pablo, “caramelo”, que diría mi madre. Y sin embargo, sin la ayuda inestimable de  su hermano, mi hijo mayor don Alberto Beltrán de Jiménez, no hubiera cumplido el sueño de ver graduarse a Pablo.  Error mío sin duda, una vez más. Dicen que” un padre o una madre es para cien hijos, pero cien hijos no son para una madre o para un padre” que no me gusta a mi hacer distinciones. Pues en mi caso, mis hijos están para mi casi más de lo que yo estoy para ellos. Y les doy las gracias. Hoy que ha sido un día especial, que Lucas cumple años en tres días, que Pablo ha visto cumplirse un sueño con su esfuerzo, su tesón, sus errores a cuestas, a pesar de los pocos años que cuenta, de los que tanto tanto tanto, ha aprendido y me ha permitido aprender a mi. Porque los errores de los hijos, yo no puedo sino sentirlos míos, a pesar de saber que cada uno hemos cometido los nuestros.
 Sea como sea, hoy ha sido un gran día. Podría haber sido mejor, si hubiera sabido que hoy era su graduación (es un defecto mío buscar siempre tres pies al gato). Me hubiera vestido de largo, hubiera estrenado un vestido que tengo guardado desde no sé cuándo, esperando en el armario, o en el almario que diría mi amiga la gran poeta Montojo, para una ocasión especial. Y ésta lo era sin duda. Algunos pensarán que estoy hablando de la graduación. Pero no. Estoy hablando de lo que cuesta a cada cuál llegar a su objetivo, cumplir su sueño, luchar contra los obstáculos del camino, y no rendirse jamás.  Creo que es algo que trato de enseñar a los tres. Hay que perseguir los sueños hasta el último aliento. A mi ya me falta, pero los miro, a los tres, y siento que la vida merece la pena, que sólo puedo mostrar agradecimiento por más que haya desiertos. Los oasis existen.Lla vida brota de entre las piedras.  Hoy he recordado que he vivido una vida entera  tratando de ser una buena madre, la mejor a ser posible, y he comprendido que si bien no he sido la madre de mis sueños, ellos son los hijos de los míos. Feliz cumpleaños Lucas, feliz carrera, don Pablo, y para ti, mi niño más grande, feliz vida que te la has ganao con tu esfuerzo y tu sudor.
II
Lucas sólo quería ir a la feria. El domingo cumple siete añitos, siempre dije que esa edad es el final de la primera infancia. Él quería ir a montar en la montaña rusa, y yo le iba a llevar, pero eso fue antes de saber que Pablo se graduaba, que hoy era su día. Y Lucas, tras un repentino llanto, en seguida lo comprendió. No crean que se quedó sin feria, somos muchos los que le queremos, y además mañana, celebra su fiesta y la casa se llenará de niños y de niñas, de padres y de madres que nos acompañarán. Aunque no sea uno de junio, Lucas está de celebración hace ya más de una semana y sin embargo, hace poco, me dijo que él no quería hacerse adulto. Yo no lo supe hasta casi los treinta, pero me ha salido un niño listo.

Si habéis llegado hasta aquí, es que sois mis amigos.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Rosa descolorido



Sonaron las primeras notas musicales de su teléfono móvil. Nerviosa por responder, comenzó la búsqueda implacable de su Nokia rosa dentro de su bolso rosa un poco descolorido. Sus dedos tropezaron con la funda de las gafas, con el monedero sin monedas, con la libreta siempre dispuesta para anotar sus olvidos o sus ocurrencias. Un bolígrafo azul, otro negro, un frasquito de perfume para emergencias…
El volumen de la música ascendía al mismo ritmo frenético con el que sus dedos seguían rebuscando ese artilugio de esperanza entre tanto objeto innecesario. Klinex, pintalabios, un paquete de tabaco a medias, otro por si acaso, un mechero, otro de repuesto, también por si acaso, las llaves de la casa, las del auto, un pañuelo para el cuello, por si la noche refresca, un libro de poemas para entretener el tiempo, y ni rastro de la esperanza rosa  para responder la llamada. Los dedos tanteaban a ciegas reconociendo cada objeto, y volvían a revolverlos como se revuelven las fichas del dominó antes de repartir suerte a cada jugador. La melodía cesó a los pocos segundos para volver a sonar la misma canción. Reparó entonces en un agujero en el forro de su bolso. A penas si podía colarse una moneda de diez céntimos, pero en realidad su esperanza no era mucho mayor. Una voz metálica anunció su estación. Cuando todo quedó en silencio, apareció como por arte de magia el artefacto en cuestión. Miró la pantalla para valorar los riesgos. “Dos llamadas perdidas y ningún mensaje pendiente de revisión”  Sacó entonces su libreta de notas y anotó: “Coser agujero del bolso antes de que se cuele por su forro también, el poco orgullo del que dispongo”. 

martes, 5 de agosto de 2008

Gustos y disgustos

Me gusta recordar la primera vez que sentí la arena de la playa embadurnando todo mi cuerpo, pegándose a mi piel cada grano insignificante, hasta cubrirme toda de agua y sal y arena, y sacudirme el polvo de tantos años refinando mi educación. Me gusta recordarlo para no olvidar la intensidad de la vida en su calidad natural, sin remilgos, sin complejos. Me gusta aumentar el volumen de una canción, que por repetida no deja de ser menos hermosa, y en medio de un buen atasco matinal, lo es aún más. Me gusta contar hasta diez antes de enfadarme, porque para entonces ya se me ha pasado el mal humor. Me gusta sonreír a quien se enfada, porque mi sonrisa le devuelve su imagen más grotesca. Odio caer en comentarios como el anterior que ponen al descubierto lo peor de cada uno. Me gusta llegar a casa, y oír las voces de mis hijos aunque sea peleando. Creo que me gustan demasiado mis paredes que dan refugio a mis miedos y de tanto como me gustan , temo. Me encanta saber que mis amigos están al otro lado del teléfono y contestan mi llamada. Me gusta saber que cuentan conmigo y todos contamos lo mismo. Me gusta mirarme al espejo y descubrir una arruga más, aunque trate de esconderla con esos polvos mágicos que no engañan a nadie pero te hacen parecer más guapa. No me gustan los kilos que se empeñan en recordarme que debo renunciar a las cañitas de los domingos, practicar con más energía un poco de gimnasia cada día, no comer pan, ni picar entre comidas. Odio todos los deberías porque mientras debo, no pago mi deuda, y las deudas me gustan aún menos. Y lo que menos me gusta de todo, es enredarme en pensamientos que chocan unos con otros hasta perder el sentido. Pero me consuela poder pensar en mis hijos cuando todo parece hundirse. Ellos son mi mayor gusto. Me maravilla observar cómo se cuadra su mentón y en su caras de bebés aparece una barba que anuncia el paso del tiempo. Y escuchar sus voces sonoras, como si hablaran dentro de una botella que me arrancan una sonrisa de satisfacción por haber llegado hasta aquí. Y me gusta hoy, saber que todo vuelve a empezar con otro peque en casa al que llenar de besos. Me gusta vencer al sueño y escribir aunque deba dormir, y desafiar al reloj y creer que puedo ganar, aunque sepa que mañana me ganará él a mí. Me gusta que haya sol cuando estoy contenta y que la lluvia me acompañe cuando no tengo ganas de salir, pero aún mejor es, cuando abro los brazos y estoy dispuesta a recibir al día, tal y como se le antoje despertar. Me encanta sentir las caricias de mi amante y sentir cómo se eriza la piel a su contacto y desfallecer de placer. Y entre medias de todo lo que me gusta, me ahoga el mendigo en mitad de la calle pidiendo una moneda, mientras me pregunto si me dará tiempo a darle algo antes de que el semáforo se ponga verde. No me gusta el desprecio con el que giramos la cara hacia el otro lado para ver lo que no nos gusta ver, ni la indiferencia con la que pasamos de la calle Luna a la calle Gran Vía de Madrid. No me gustan las peleas con puños, ni la hipocresía de los políticos contando mentiras con la mejor de sus sonrisas. No me gusta que hayan quitado los cines de la ciudad, pero aún me gusta menos que los hayan quitado porque la gente no va a sus salas a disfrutar de la gran pantalla. Odio pasar un sábado en un centro comercial lleno de niños llorando, porque preferirían estar en el parque jugando. Me entristece perder de vista a los buenos amigos. Me espanta que me venza la desidia y me atormenten los recuerdos, los buenos y los malos. Me gusta salir de fin de semana y perderme por un rincón cerca del mar para poderme olvidar, aunque sea por dos días, de todo aquello que me encoge el corazón y congela mi cerebro.
Me gusta imaginar un mundo mejor donde quepamos todos, sin tener que saltar alambradas, ni esconder el hambre en el desierto. Me gusta nadar sabiendo, que en la orilla me espera mi amor y escribir con la esperanza de que alguien pueda leer sin aburrirle lo que escribo.

jueves, 5 de junio de 2008

Ausencia de dolor

A penas un cicatriz indeleble me recuerda tu herida. Una leve línea rosada indica el lugar exacto. La toco con mis dedos como si fuera a sangrar y siento en ese preciso fragmento de piel, una ausencia de dolor, insensible al tacto y al contacto, como si se tratara de un trozo de carne inerte.

viernes, 28 de marzo de 2008

La espera


Nunca pensé que una espera pudiera ser grata. Todas mis esperas son desesperantes e ingratas. Esperas dominadas por algo parecido a la rabia. Primero miro el reloj cada minuto, luego cada cinco, luego cada diez...y cuando se ha cumplido la mitad de la espera, que establezco en media hora siendo capaz de recibir al contrincante, ya casi a estas alturas, con una enorme sonrisa, el pie empieza a tintinear en la acera. La sonrisa de felicidad se va tornando en una sonrisa triste y deja que la rabia se vaya. Toda. Ya no siento rabia. Siento una pena que se va apoderando de mi esperanza y se dibuja en mis labios y en mis ojos que comienzan a cambiar la dirección por donde tenía que aparecer a quien esperaba, y se fijan en el suelo poco a poco. Después, sé que no vendrá. Pero en esa media hora que dura la espera con esperanza, es delicioso imaginar el momento.
Es delicioso imaginarte aparecer doblando la esquina y ver tu rostro desde la sombra que dibuja mi retina miope y descubrir a cada paso, que son tus ojos los que miran, los que se aproximan. Es tu frente, y el nacimiento de tu pelo, y tu color, y tu tez morena como si vinieras de navegar por el mar. Empiezo a ver tu figura definida y me sorprende como si te viera por primera vez. Como si acabara de descubrir que andas despacio y con paso largo y descuidado, pero sabiendo donde pisas. Aunque ahora, creo que la tierra se ha movido a tus pies o tal vez sea que se haya movido en los míos. Descubro de nuevo tus brazos del mismo color que la tez de tu cara. Morena, brillante. Y una enorme sonrisa se dibuja en mi cara. Un brillo especial, ilumina mis ojos. La espera ha merecido la pena.

También puede ocurrir que la espera se convierta en un anochecer y en un seguir esperando. “¿Hasta cuándo?” me digo. Y entonces lo sé. Cinco minutos más. Cumplidos, doy media vuelta y me pregunto si creeré tu próxima excusa. Aún así, la media hora de espera ha sido un sueño en el que me dio tiempo a imaginar a mi antojo.

miércoles, 13 de febrero de 2008

La cucaracha. "Un cocodrilo venido a menos"

Me senté frente a la pantalla del ordenador a ver si era capaz de teclear algo. Mi editor me apremiaba bajo amenaza de no comer en los próximos años.


Moví mis dedos en el aire, como quien va a dar buena cuenta de una comida suculenta.

“¡Se movían! ¡Bravo!”

Me arremangué hasta los codos y la espalda formó un ángulo recto con mi viejo sillón de madera. Abrí una página de Word. Justo en ese momento mis dedos se petrificaron en el aire.

Ninguna historia. Nada. Mi imaginación se solidarizó con mis dedos o con el blanco de la pantalla, no estoy muy segura, y yo quedé abandonada a mi suerte, sentada en ese viejo sillón de madera, al que se la tenía jurada el día que lograra escribir la gran obra que habría de hacerme millonaria.

Pensé en todos los cocodrilos, mandriles, sapos, salamandras, jabalíes, mujeres de mala vida, hombres desangrándose en batallas, apariciones de fantasmas, brujas y sobre todo hadas y musas a las que agradecer una inspiración. Pero no apareció ningún cocodrilo, mandril, sapo, salamandra, jabalí, mujer de mala vida, hombre desangrándose en batalla, fantasma, bruja, ni hada ni musa, que consiguiera dar vida a mis dedos.

Para cuando fui capaz de golpear una tecla, las luces de los neones nocturnos que se colaban por la única ventana del cutre estudio donde cada día intentaba rescatar un poco de la dignidad perdida, entraban los primeros rayos de sol de la mañana.



En la penumbra de los neones, divisé cómo una cucaracha negra, de tamaño mediano, ascendía por mi pierna sin pantalones ni medias, ni siquiera los calcetines que usaba a modo de zapatillas en los días de frío. La muy asquerosa me pilló en bragas. Miles de patitas ascendían, plenamente decididas a sortear cualquier obstáculo para llegar a mi cara y obligarme a gritar, y a saltar por toda la sala. Quise enfadarme por la mala costumbre de ponerme tan sólo una camisa como toda vestimenta, para poder soportar los cuarenta grados que se concentraban en las aspas del ventilador colgado en el techo, pero no tenía tiempo de discutir. Tenía que saltar por la ventana. En una de esas milésimas de microsegundo imposibles de medir, pensé que tal vez sería mejor hacerla saltar a ella. Para ello necesitaba volver a mi cuerpo, recuperar las funciones vitales, corazón-cerebro, principalmente, y por supuesto ese espíritu cobarde que estaba ya en el quicio de la ventana preparado para el gran salto.

— ¡Ven aquí inmediatamente, cobarde! —Le gritaron al unísono mis pulmones, mi laringe, mis cuerdas vocales, mi paladar, mi lengua, mis dientes, mis labios y mi glotis.

Más allá de la fonología, tomé conciencia de mi corteza cerebral. Funcionaba. El corazón también debía funcionar porque podía escuchar sus latidos a modo de tambor africano, resonando en mis oídos y golpeando mis sienes.

Mi espíritu miró de reojo intermitentemente a la cucaracha que se había parado a tomar aire para encarar la subida por la rodilla, y a mi boca ordenándole que bajara inmediatamente de ese minúsculo poyete que le mantenía al borde del abismo. Miró también hacia abajo, a la vez que la cucaracha reiniciaba su marcha imparable.

Cinco pisos le separaban del asfalto, sin contar los que su vértigo añadía. Ante tal dilema, sufrió un ataque de pánico allí mismo, mientras los pulmones se desinflaban, el corazón se ralentizaba, y el cerebro se rendía ante la somera inutilidad de sus colaboradores. El último golpe de sangre que bombeó el corazón, logró abrir los ojos para suplicar un poco de compasión para ese cuerpo que quedaría a expensas de la cucaracha si él no accedía a bajar rápidamente de esa estúpida ventana.

La cucaracha ganaba terreno. El espíritu cobarde observaba impertérrito su avanzada.

“¡Dios! Se iba a colar en el ombligo”. Allí repostaría fuerzas de nuevo y juraría que le hizo burla meneando sus antenas mientras babeaba.

Más tarde mi espíritu me confesaría que fue precisamente en ese mismo instante cuando se introdujo en aquel cuerpo maltrecho, que se desplomaba sin remedio entre el sillón de madera y la mesita del ordenador. Y que sin saber cómo exactamente, se puso al servicio de ese cuerpo ya desplomado completamente en el suelo.

Entonces ocurrió que mi mano buscó en las tinieblas cualquier objeto a su alcance con el que sacudir a la cucaracha para inmediatamente pisarla. Cogió uno de los libros que andaba varios días revolcándose por el suelo, y la lanzó contra el aire. Mis ojos intentaron seguir su vuelo, pero se perdió en la luz de los neones.

Decidida a acabar con ella, pulsé el interruptor de la luz en un acto de valentía. La localicé en su rápida huída, corriendo como loca mientras buscaba un agujero donde esconderse, pero aquel no era un buen lugar para encontrar cobijo. Lo único de lo que disponía en la habitación era el sillón de madera, la mesita del ordenador, con ordenador incluido, y un colchón tirado en el suelo. Parecía asustada y eso reforzó a mi espíritu. Tenía que vencerla antes de que se colara entre las mantas que se arrastraban por el piso, o se colara en algún hueco que se escapara a mi control. Eso sería mi final.

Su cuerpo brillaba. Las antenas se le volvieron locas como un radar que le anunciaba mi presencia en todas direcciones. Debía estar calculando sus posibilidades cuando el lomo de “Rayuela” le hizo sombra. Entonces recordé el asqueroso crujido que aseguraba su muerte. Momento que aprovechó el repugnante insecto para reanudar su carrera. Mis ojos la seguían buscando, a la vez que trataba de buscar algún otro objeto de peso para estrujarla, que no fuera mi amigo Cortázar. Agarré de la mesa, una piedra que hacía las veces de pisapapeles, y la arrinconé en una de esas esquinas en las que se sienten a salvo. Tuve que esperar unos segundos hasta que quedó a mis expensas. Y sin ningún remordimiento de conciencia, la aplasté bajo la piedra. Sólo escuché el golpe de mi pisapapeles contra el suelo. La losa del piso se resquebrajó. Aún así, me pregunté si estaría muerta. Las cucarachas pueden incluso vivir sin cabeza durante nueve días. O eso dicen. Un escalofrío sacudió todo mi cuerpo antes de atreverme a descubrirla. ¡Allí estaba! La observé con detenimiento, e incluso deseé haber tenido unas pinzas para separar cada parte de su cuerpo y poder recrearme en mi venganza. El corazón me latía tan deprisa como si acabara de matar a un cocodrilo. Entonces, la miré de nuevo. Parecía que la hubiera pasado por encima una apisonadora. Casi sentí lástima. Desde luego, aquella cucaracha no merecía que mi espíritu hubiera estado a punto del suicidio ni que mi corazón se parara en medio de una habitación en la que nadie me hubiera encontrado hasta estar tan putrefacta como ella.

Definitivamente había sido en defensa propia. Nadie me acusaría de matar a un bicho tan repugnante. Incluso la casera me lo agradecería. Envolví sus restos en un trozo de papel y la lancé por la ventana como venganza última. Pensé en tirarla por la taza del wáter, pero no podía recorrer los cinco metros de pasillo que me separaban del retrete común, con su cadáver entre mis manos.

La tensión me había dejado exhausta. Sentí mi cuerpo aflojarse y un inmenso placer recorrió cada uno de mis músculos. Satisfecha de mi hazaña, volví a sentarme en el sillón de madera y encendí el ordenador de nuevo. Los neones se apagaron y dieron paso a los primeros rayos del sol de la mañana que volvía a anunciarse calurosa.



La pantalla del ordenador se iluminó y mis dedos teclearon:

La cucaracha. “Un cocodrilo venido a menos.”