miércoles, 13 de febrero de 2008

La cucaracha. "Un cocodrilo venido a menos"

Me senté frente a la pantalla del ordenador a ver si era capaz de teclear algo. Mi editor me apremiaba bajo amenaza de no comer en los próximos años.


Moví mis dedos en el aire, como quien va a dar buena cuenta de una comida suculenta.

“¡Se movían! ¡Bravo!”

Me arremangué hasta los codos y la espalda formó un ángulo recto con mi viejo sillón de madera. Abrí una página de Word. Justo en ese momento mis dedos se petrificaron en el aire.

Ninguna historia. Nada. Mi imaginación se solidarizó con mis dedos o con el blanco de la pantalla, no estoy muy segura, y yo quedé abandonada a mi suerte, sentada en ese viejo sillón de madera, al que se la tenía jurada el día que lograra escribir la gran obra que habría de hacerme millonaria.

Pensé en todos los cocodrilos, mandriles, sapos, salamandras, jabalíes, mujeres de mala vida, hombres desangrándose en batallas, apariciones de fantasmas, brujas y sobre todo hadas y musas a las que agradecer una inspiración. Pero no apareció ningún cocodrilo, mandril, sapo, salamandra, jabalí, mujer de mala vida, hombre desangrándose en batalla, fantasma, bruja, ni hada ni musa, que consiguiera dar vida a mis dedos.

Para cuando fui capaz de golpear una tecla, las luces de los neones nocturnos que se colaban por la única ventana del cutre estudio donde cada día intentaba rescatar un poco de la dignidad perdida, entraban los primeros rayos de sol de la mañana.



En la penumbra de los neones, divisé cómo una cucaracha negra, de tamaño mediano, ascendía por mi pierna sin pantalones ni medias, ni siquiera los calcetines que usaba a modo de zapatillas en los días de frío. La muy asquerosa me pilló en bragas. Miles de patitas ascendían, plenamente decididas a sortear cualquier obstáculo para llegar a mi cara y obligarme a gritar, y a saltar por toda la sala. Quise enfadarme por la mala costumbre de ponerme tan sólo una camisa como toda vestimenta, para poder soportar los cuarenta grados que se concentraban en las aspas del ventilador colgado en el techo, pero no tenía tiempo de discutir. Tenía que saltar por la ventana. En una de esas milésimas de microsegundo imposibles de medir, pensé que tal vez sería mejor hacerla saltar a ella. Para ello necesitaba volver a mi cuerpo, recuperar las funciones vitales, corazón-cerebro, principalmente, y por supuesto ese espíritu cobarde que estaba ya en el quicio de la ventana preparado para el gran salto.

— ¡Ven aquí inmediatamente, cobarde! —Le gritaron al unísono mis pulmones, mi laringe, mis cuerdas vocales, mi paladar, mi lengua, mis dientes, mis labios y mi glotis.

Más allá de la fonología, tomé conciencia de mi corteza cerebral. Funcionaba. El corazón también debía funcionar porque podía escuchar sus latidos a modo de tambor africano, resonando en mis oídos y golpeando mis sienes.

Mi espíritu miró de reojo intermitentemente a la cucaracha que se había parado a tomar aire para encarar la subida por la rodilla, y a mi boca ordenándole que bajara inmediatamente de ese minúsculo poyete que le mantenía al borde del abismo. Miró también hacia abajo, a la vez que la cucaracha reiniciaba su marcha imparable.

Cinco pisos le separaban del asfalto, sin contar los que su vértigo añadía. Ante tal dilema, sufrió un ataque de pánico allí mismo, mientras los pulmones se desinflaban, el corazón se ralentizaba, y el cerebro se rendía ante la somera inutilidad de sus colaboradores. El último golpe de sangre que bombeó el corazón, logró abrir los ojos para suplicar un poco de compasión para ese cuerpo que quedaría a expensas de la cucaracha si él no accedía a bajar rápidamente de esa estúpida ventana.

La cucaracha ganaba terreno. El espíritu cobarde observaba impertérrito su avanzada.

“¡Dios! Se iba a colar en el ombligo”. Allí repostaría fuerzas de nuevo y juraría que le hizo burla meneando sus antenas mientras babeaba.

Más tarde mi espíritu me confesaría que fue precisamente en ese mismo instante cuando se introdujo en aquel cuerpo maltrecho, que se desplomaba sin remedio entre el sillón de madera y la mesita del ordenador. Y que sin saber cómo exactamente, se puso al servicio de ese cuerpo ya desplomado completamente en el suelo.

Entonces ocurrió que mi mano buscó en las tinieblas cualquier objeto a su alcance con el que sacudir a la cucaracha para inmediatamente pisarla. Cogió uno de los libros que andaba varios días revolcándose por el suelo, y la lanzó contra el aire. Mis ojos intentaron seguir su vuelo, pero se perdió en la luz de los neones.

Decidida a acabar con ella, pulsé el interruptor de la luz en un acto de valentía. La localicé en su rápida huída, corriendo como loca mientras buscaba un agujero donde esconderse, pero aquel no era un buen lugar para encontrar cobijo. Lo único de lo que disponía en la habitación era el sillón de madera, la mesita del ordenador, con ordenador incluido, y un colchón tirado en el suelo. Parecía asustada y eso reforzó a mi espíritu. Tenía que vencerla antes de que se colara entre las mantas que se arrastraban por el piso, o se colara en algún hueco que se escapara a mi control. Eso sería mi final.

Su cuerpo brillaba. Las antenas se le volvieron locas como un radar que le anunciaba mi presencia en todas direcciones. Debía estar calculando sus posibilidades cuando el lomo de “Rayuela” le hizo sombra. Entonces recordé el asqueroso crujido que aseguraba su muerte. Momento que aprovechó el repugnante insecto para reanudar su carrera. Mis ojos la seguían buscando, a la vez que trataba de buscar algún otro objeto de peso para estrujarla, que no fuera mi amigo Cortázar. Agarré de la mesa, una piedra que hacía las veces de pisapapeles, y la arrinconé en una de esas esquinas en las que se sienten a salvo. Tuve que esperar unos segundos hasta que quedó a mis expensas. Y sin ningún remordimiento de conciencia, la aplasté bajo la piedra. Sólo escuché el golpe de mi pisapapeles contra el suelo. La losa del piso se resquebrajó. Aún así, me pregunté si estaría muerta. Las cucarachas pueden incluso vivir sin cabeza durante nueve días. O eso dicen. Un escalofrío sacudió todo mi cuerpo antes de atreverme a descubrirla. ¡Allí estaba! La observé con detenimiento, e incluso deseé haber tenido unas pinzas para separar cada parte de su cuerpo y poder recrearme en mi venganza. El corazón me latía tan deprisa como si acabara de matar a un cocodrilo. Entonces, la miré de nuevo. Parecía que la hubiera pasado por encima una apisonadora. Casi sentí lástima. Desde luego, aquella cucaracha no merecía que mi espíritu hubiera estado a punto del suicidio ni que mi corazón se parara en medio de una habitación en la que nadie me hubiera encontrado hasta estar tan putrefacta como ella.

Definitivamente había sido en defensa propia. Nadie me acusaría de matar a un bicho tan repugnante. Incluso la casera me lo agradecería. Envolví sus restos en un trozo de papel y la lancé por la ventana como venganza última. Pensé en tirarla por la taza del wáter, pero no podía recorrer los cinco metros de pasillo que me separaban del retrete común, con su cadáver entre mis manos.

La tensión me había dejado exhausta. Sentí mi cuerpo aflojarse y un inmenso placer recorrió cada uno de mis músculos. Satisfecha de mi hazaña, volví a sentarme en el sillón de madera y encendí el ordenador de nuevo. Los neones se apagaron y dieron paso a los primeros rayos del sol de la mañana que volvía a anunciarse calurosa.



La pantalla del ordenador se iluminó y mis dedos teclearon:

La cucaracha. “Un cocodrilo venido a menos.”



viernes, 8 de febrero de 2008

Aprender a olvidar



Yo siempre me había sentido orgullosa de mi memoria. Nací con la habilidad de recordar. Mis primeros recuerdos son los de una sala blanca y vacía. Un señor antipático me separaba de mi madre y me tapaba la cara con algo que me hizo llorar. Creo que fue mi primer llanto. Claro que nadie cree que ese recuerdo sea real. Cuando me preguntan cuál es mi primer recuerdo, reprimo mi habilidad y digo que mi primer recuerdo es un collar de perlas turquesas que mi madre me dejaba tocar mientras metía una cucharita en mi boca. No me gustaba comer y me las ingeniaba para que ella siempre tuviera a mano su collar de perlas turquesas. Otro de mis recuerdos favoritos es un vestido blanco muy corto que dejaba al descubierto unas braguitas de puntillas que mi abuela me había regalado. Tampoco me creen. Mi abuela dice que esas braguitas iban encima de los pañales y que por tanto no puedo recordar. También me gusta recordar mi cuna de barrotes. Me ataban con unas pinzas metálicas las sábanas para que no me destapara en la noche. He de decir que dormí en la cuna hasta los tres años por falta de espacio en casa. Tengo otros muchos recuerdos de esa época que nunca menciono porque los adultos se morirían de vergüenza. Son muy dados a creer que los niños no se dan cuenta de lo que pasa a su alrededor. Pero yo siempre digo que mis padres debían ser muy felices entonces, porque les oía reír en mitad de la noche.
No es sólo que la vida me dotara de la habilidad de recordar sino que puedo recordar con detalle. Antes de aprender a escribir dibujaba todo lo que veía. Utilizaba pinturas de todos los colores y aunque la vida no me dotó de habilidades pictóricas, aquellos garabatos me servían para recordar. Antes de ir al colegio aprendí a escribir y a leer. Como mi madre recitaba a todas horas poemas de José María Pemán y otros que no conocía, se me pegó hablar en verso y empecé a escribir mis recuerdos en poesía. No tienen ningún valor literario, sólo el valor de cristalizar el recuerdo. Luego vinieron los diarios. El primero me lo regalaron el día de mi primera comunión. Después vinieron otros muchos, hasta que me di cuenta que no necesitaba escribir, ni dibujar, ni pintar nada para recordar.
Incluso lo que no deseaba recordar se grababa en mi memoria a fuego y según pasaban los años los recuerdos eran menos divertidos. Mi madre pasó de la risa al llanto. Ella seguía pensando que yo olvidaría. Ése fue el primer recuerdo que quise borrar pero no sabía cuál era el proceso inverso al recuerdo. Intentaba taparme los oídos cuando algo me sonaba mal. Trataba de salir de casa para no ver las escenas que seguro recordaría como si las viviera una y otra vez. Funcionaba en la medida que podía desaparecer de la escena que estuviera aconteciendo. No siempre era posible.
Otras veces en cambio intentaba impregnarme de todo. Fui desarrollando la habilidad poco a poco con los cinco sentidos alerta, hasta conseguir oler, tocar, degustar, escuchar y ver los recuerdos a lo largo de los años por muchos que pasaran. Bastaba un ligero aroma a canela para ver a mi madre removiendo una olla de natillas con una cáscara de limón y un trozo de canela en rama que le daba ese inconfundible sabor a natillas caseras. Descubrí también que el recuerdo tenía un poder añadido con el que no contaba cuando me hacían relatar en las reuniones familiares los recuerdos que ellos habían olvidado y querían volver a recordar. Descubrí que además de verlos como se ve ahora un video casero o un álbum de fotos, podía sentir exactamente lo mismo que sentí en ese preciso instante.
La primera vez me asusté. No sabía si deseaba recordar al olor de una margarita, el primer desconsuelo del amor no correspondido cuando el último pétalo decía que “no”. Se me partió el corazón al recordar ese niño que me dijo “eres la niña más guapa de todas” y luego la margarita dijo que era mentira. Algunos pueden pensar que así se cura el desengaño futuro. A base de margaritas deshojadas y desconsolados llantos infantiles. Pero no. A mi me dolían todas las margaritas cada vez que el último pétalo decía “no”. Así aprendí que el proceso inverso al recuerdo debía ser “el olvido”. Pero la vida no me dotó de la habilidad de olvidar. ¿Se podrá aprender?

Vincent


Vincent se carga cada mañana con su bolsa repleta de clinex y se coloca en la esquina de la calle Guardiola intersección con Cánovas. Es un cruce muy transitado. Hay un gran número de transeúntes en cada cambio de luces del semáforo que cruzan a tropel. Las hileras de coches esperan impacientes la luz verde. Vincent aprovecha ese momento mágico en el que se detienen los automóviles, para acercarse a sus ventanillas y ofrecer sus pañuelos de papel con la mejor de sus sonrisas, mostrándoselos desde la distancia, bandeándolos al viento para que no desconfíen. Sabe que la gente se ha vuelto muy desconfiada, y ve cómo muchos conductores suben sus ventanillas presionando un botón con la mirada perdida en el parabrisas para no mirarle. Su madre siempre le decía que debía lavarse la cara todas las mañanas. No le permitía que fuera al colegio con los ojos pegados de legañas, ni con los pelos alborotados por la almohada. Ella misma se encargaba de pasarle revista antes de salir por la puerta de casa. Pero ahora, su madre ya no está. A nadie le importa si su cara está limpia o llena de churretes. Vincent se levanta cada mañana en medio de un montón de colchones malolientes, recogidos de contenedores que hacen las veces de cama. En medio de un edificio abandonado, se amontonan todo tipo de basuras. No hay agua, ni ventanas, ni puertas. Sólo un puñado de desgraciados que se reúnen a la hora de dormir.
Vincent prefirió el “solar”, como llama a su casa actual, antes que la caridad de su tía Machuca en Rumanía. Nunca le quiso. Su madre era demasiado hermosa para unos ojos tan envidiosos y resentidos como los de su tía, y Vincent le recordaba mucho a su bella hermana. Machuca nunca la perdonó que la abandonara a ella y a sus padres a la suerte de su miseria, y se fuera a buscar mejores condiciones a otro país. Antes de que alguien pudiera hacer algo cuando se llevaron el cuerpo de su madre, Vincent se escapó de casa y fue a parar al “solar”. La mayoría eran chicos como él. Cada uno vendía lo que podía para poder comer, y juntos se reían de los euros que recaudaban, y las sobras se las gastaban en botellas de alcohol barato.
La primera Nochebuena que Vincent pasaba sin su madre, se levantó temprano. Quería conseguir todo el dinero que pudiera para preparar una cena especial a sus amigos. Quería sorprenderles como su madre solía sorprenderle a él. Todas las Nochebuenas, su madre compraba un pollo entero. Era la única vez que Vincent contemplaba un pollo sin estar troceado en mil pedacitos y devorado por una montaña de arroz. En Nochebuena el pollo tenía otro aspecto. Su madre lo rociaba con una salsa de colores y cambiaba el arroz por unas deliciosas patatas cubiertas de mantequilla. Vincent se despertó con la ilusión de conseguir comprar al menos tres pollos ya asados. En el solar no disponían de cocina. Un camping-gas les servía para calentar alguna lata y a veces alguna cucharilla llena de veneno.
Intentó pasar entre los colchones apiñados unos contra otros, sin pisar a nadie. Sorteaba los cuerpos poniendo sus pies en los pocos espacios libres que quedaban. Se juntaban todo cuanto podían para combatir las noches de invierno y para combatir la soledad de los besos robados por la desgracia. Vincent temía a muchos de los chicos que allí vivían. Algunos eran veteranos y se habían alzado como los dueños de ese edificio abandonado, sin puertas ni ventanas ni agua, y Vincent no quería incomodarlos. No tenía donde ir si le echaban de allí.
Se adentró en las calles de Madrid cuando todavía no se habían apagado las últimas luces de la noche. Sonaban villancicos en las puertas de los bares y deseó poder entrar en uno para lavarse la cara y para recibir la caridad de alguien que no fuera su tía. Pero no se atrevió. A penas llevaba tres meses vagando y todavía le costaba pedir un vaso de leche a un desconocido. Pensó que tal vez por ser Navidad, la gente estaría más dispuesta a ayudarle, pero prefirió vender unos cuantos pañuelos, para pagarse un buen chocolate. Le encantaba el chocolate recién hecho. Recordó a su madre y por primera vez fue capaz de retenerla en su pensamiento. Sonrió ante su imagen alegre y dispuesta y notó un beso en su mejilla. Sus tripas empezaban a sonar, pero era demasiado temprano para que alguien parara en el cruce y le comprara clinex. Aún así llegó puntual a su puesto de trabajo con su mochila al hombro. El primer coche que paró, bajó la ventanilla y le llamó. Le dio un euro y no quiso ningún paquete de los que Vincent le ofrecía. Parecía un buen augurio. Sonrió por segunda vez en la mañana y guardó el euro en uno de los bolsillos de su chamaco rojo. Le quedaba corto de mangas, y pensó que su madre no tuvo tiempo de comprarle otro.
Las manos se le estaban congelando y ningún coche parecía tener espíritu navideño. Pensó que quizá debería haberse quedado un rato más en su colchón. La gente a estas horas de la mañana siempre lleva demasiada prisa para llegar al trabajo y no se para a buscar un euro en su bolsillo cuando el semáforo está a punto de cambiar.
Decidió gastarse los tres euros que tenía y entró en el primer bar que encontró abierto. Pidió un desayuno completo y mientras el camarero se lo servía con desgana y con recelo, Vincent fue a los lavabos. Allí, se miró al espejo y lavó su cara con esmero. Empezaba a asomarle un bigote que nunca antes había estado allí. Tuvo ganas de llorar, pero no lo hizo. Salió de allí pensando en su desayuno completo. El camarero le pidió tres euros antes de que pudiera tocar la taza de chocolate. Vincent buscó en el bolsillo de su cazadora y le pagó.
Fue entrando en calor y salió del bar reconfortado por el alimento y el agua que había limpiado su cara. Volvió a apostarse en su semáforo y trató de recordar la felicitación que su madre escribía por navidad a la familia. Quería decir algo a los conductores para intentar remover sus conciencias y que le compraran aquella mañana todos los pañuelos de papel. Pero no funcionó. La gente en Navidad, se vuelve más sensible, pero sólo cuando tiene tiempo para ello, y no cuando alguien les necesita. A las doce de la mañana su mochila seguía llena de pañuelos y la gente llena de paquetes que no podían soltar para rebuscar en sus bolsos alguna moneda. Iba y venía entre los coches sorteando cada cogote como mejor podía. Intentaba darse prisa para poder abarcar el mayor número posible antes de que el semáforo se pusiera en verde. Luego volvía a la acera e intentaba que los transeúntes le compraran también un poco de felicidad.
Se acercaba la hora de comer y optó por un bocadillo a pie de calle. No quería gastarse nada extra. Quería comprar los pollos y quería comprar bebida, aunque seguro que no se la venderían, era todavía demasiado joven. Le daría el dinero a su amigo Martín y él las compraría. Sería una Nochebuena en toda regla. Y con la ilusión renovada por el bocadillo de jamón, decidió proseguir su jornada. Ya tenía dinero suficiente para comprar su ilusión, pero siguió un rato más ofreciendo su mercancía. Cuando comenzó a oscurecer entró en un centro comercial donde sirven comidas a domicilio. Compró tres pollos bien asados, diez bolsas de patatas fritas, varias botellas de coca-cola y salió de allí con su mochila y sus manos cargadas con la cena de Nochebuena.
De camino al solar, cinco muchachos que le doblaban la edad y probablemente la desgracia también, le rodearon sin previo aviso. Comenzaron a reírse del olor que salía de aquella mochila harapienta y dándole golpecitos en los hombros fueron consiguiendo que las bolsas se desprendieran de sus manos. Le hicieron caer en mitad del círculo que habían formado para él. Vincent sabía que no podía con los cinco y se dejó pegar mientras retorcía su cuerpo entre sus manos. Cuando lograron arrebatarle la cena y la ilusión, se marcharon. La cara de Vincent estaba roja, sus ojos hinchados y su cuerpo tan magullado que no podía moverse. La cabeza le daba vueltas y el dolor de estómago le impedía respirar. Deseó morirse allí mismo. No quería volver al solar con ese aspecto de perdedor. Quería volver con sus pollos. Quería volver con su madre. Quería haber tenido una oportunidad. Y de repente lo vio claro. Su oportunidad era morir. Dejó de sentir dolor y sonrió por tercera vez en el día. Los cinco chavales le habían dejado clavado el puñal de la desgracia en su tripa y Vincent les agradeció infinitamente que lo hubieran hecho. Vio sonreír a su madre y pudo oler el pollo que ella misma le había preparado. Sintió el deseo de abrazarla y esta vez nadie podría interponerse a sus deseos.

El abuelo y su móvil

Lleva varios minutos dando vueltas al móvil entre sus manos. Lo deja sobre la mesa y lo vuelve a coger. Se han hecho inseparables.

Justo antes de cenar, comprueba el estado de su batería. Tal y como le explicó su nieto, cuando le quede una sola raya, debe ponerlo a cargar. Saca entonces su cable bien guardado en la caja, y lo conecta al enchufe que hay al lado de una mesita, junto al sillón donde se sienta durante horas a ver todos sus programas favoritos. De vez en cuando lo mira de reojo para comprobar que está bien enchufado y las rayas suben y bajan indicando la carga. No se acuesta hasta que la pantalla indica “batería cargada”. Entonces lo desenchufa, porque su nieto le ha dicho que no es bueno dejarlo enchufado, y lo desconecta para que descanse.
Desde el primer momento en que se vieron, todos supieron que sería una relación que duraría toda la vida. No podía creer que ese teléfono minúsculo con el que su nieto presumía de amigos y novias se lo regalara a él. Sus ojos dejaron escapar un destello de luz a la par que sonreía. Era un gesto muy típico de su cara cuando no quería demostrar tanta alegría como sentía. La sonrisa reprimida iba acompañada de un sonido gutural parecido a un pensamiento: “¿Y esto a qué viene? ¡Qué bien que me lo hayas regalado! Aunque no sé para qué. Yo ya estoy viejo pa esto.” Todos sus hijos y sus nietos le rodearon mientras lo sacaba de la caja. En realidad todos se hacían la misma pregunta que él, y a tropel se lanzaron a dar respuestas que respondieran sus preguntas.
—Ya verás qué bien. Podremos llamarte en cualquier momento para que vengas a ayudarnos. Para recoger a los niños del cole, para que nos traigas el pan… Para saber cómo estás, para que nos llames siempre que necesites algo… Para poder estar comunicados si … En fin, ya verás como te alegras cuando aprendas a usarlo. No es nada difícil. Hemos cogido un modelo con los números grandes para que puedas verlos bien.
Mi padre miraba muy fijo los botones. Se acercó el móvil todo lo que pudo a los ojos para comprobar que efectivamente en aquellos botones había números.
— ¡Ah sí! —Se iluminó de nuevo. Esta vez realmente parecía contento.
— Y ¿este botón rojo?
—Es para colgar cuando terminas de hablar. Verás, tú marcas el número normal al que quieres llamar y le das al botón verde. Hablas, como en el de casa, y cuando terminas le das al rojo. ¿Ves que fácil?
Mi hijo me echó una mirada matadora. No podía creer que estuviera hablando en serio. ¡El móvil servía para mucho más! No tenía que marcar el número de la persona con la que quisiera hablar, tan sólo debía grabarlo en la agenda y así lo tendría disponible siempre que quisiera. Muy ufano, Mario, mi hijo, se lanzó al ruedo.
—Abuelo, lo único que tienes que hacer es grabar todos los números a los que normalmente llames y cuando quieras usar uno, lo único que tienes que hacer es dar a esta flecha y te sale…
Mario hablaba mucho más rápido de lo que mi padre o cualquiera de los allí presentes podíamos asimilar.
Al abuelo ya no le brillaron los ojos ante tantas posibilidades como ofrecía el nuevo invento. En realidad se fueron apagando. Él sabía que aquella felicidad no podía durar mucho. Ese teléfono no era para él. No pertenecía a su generación y bastante tiempo había invertido ya en aprender el nuevo teclado del teléfono normal. A él le gustaban aquellos que metías el dedo en un agujero y podías comprobar que no te habías equivocado porque te daba tiempo a volver con el dedo metido, mientras pronunciaba el número en voz alta.
Al desaparecer su sonrisa, desapareció la nuestra. Todos nos interrogamos con la mirada. Queríamos ver en la mirada del otro nuestro acierto o nuestro error. Alguien debía convencerle de que todavía podía aprender el manejo de aquel aparato minúsculo que tanto asombro le provocaba cuando veía a sus nietos manejarlo.
—A ver abuelo... —Su nieto mayor, el mismo que acababa de mostrarle que aquel pequeño instrumento tenía muchos más secretos de los que él podría aprender, volvió de nuevo al ruedo para intentar que recuperara la ilusión que él mismo le había robado con su ingenuidad.
Cogió el móvil con la destreza que da el tenerlo entre las manos veinticuatro horas. Grabó todos y cada uno de los números que él sabía que su abuelo utilizaba. La tía, la otra tía, su hermano, el vecino, el bar de la partida… Sus dedos se movían a una velocidad inverosímil. Yo misma me pregunté si no sería más sano el desconocimiento y la incapacidad de mi padre que la destreza de mi hijo. En a penas unos segundos había concluido la agenda.
Satisfecho, pasó a enseñarle el segundo paso. El abuelo prestaba toda la atención que podía. A veces le hacia repetir el mismo paso varias veces y Mario, pareció entender instintivamente la necesidad de instruirle despacio y con paciencia.
Había llegado el momento de estrenarlo. Mario le hizo los honores y puso el móvil en manos de su abuelo.
— Dale a la flecha hacia abajo. Sigue dándole hasta que veas el número que quieres.
Mi padre cogió el móvil. Sus manos no atinaban a dar a la tecla oportuna. Temblaban, no sé si de emoción o de miedo. Tal vez temblaban sencillamente porque su pulso había perdido con los años, la precisión de la que tan orgulloso se había sentido en su juventud. Cuando por fin consiguió entrar en contacto con el número elegido, mi móvil sonó dentro de mi bolso. Con las prisas me tropecé con las sillas que habíamos ido reclutando en el salón y casi cojo el bolso con la boca.
—Dígame. —Dije sonriendo al mismo tiempo que respondía.
— ¡Hola hija! Ésto funciona. Gracias a todos. —Y sus ojos casi transparentes se llenaron de lágrimas.

Desde aquel día viene por casa cargado siempre con su móvil. No se atreve a preguntar. Lleva muchos meses con él y sigue siendo un misterio. Lo coge y lo deja de nuevo sobre la mesa. Cualquiera diría que trata de conducir nuestra atención al teléfono con el que lleva jugando un buen rato. Mario lo observa. Sabe que ha llegado el momento de desvelarle un nuevo secreto. Creo que hoy toca aprender a enviar mensajes. ¡Menos mal que ya sabe leer! Piensa Mario. Ninguno parece tener prisa. Por alguna razón su abuelo se coló en su corazón al nacer. Tal vez por muchas razones. Le enseñó a jugar al fútbol en cuanto fue capaz de dar sus primeros pasos. Entonces, sus piernas se movían a una velocidad muy distinta a la que se mueven sus dedos hoy. Empujaba su cochecito incansablemente hasta que se dormía. Nunca le faltaron sus mimos y siempre estuvo en todos sus partidos. Mario y el abuelo forman una extraña pareja para los tiempos que corren. Tan extraña como una boina y un móvil de última generación.
Mi padre logró aprender lo esencial sobre la telefonía móvil. Podemos llamarle cada vez que lo necesitamos. Sobre la vida sabe mucho más de lo esencial. Cuando suena su móvil se levanta de la silla metiendo nervioso la mano en su pantalón. Lo hace mucho más rápido de lo que puede, teme que las prisas con las que vivimos no le permitan tomarse el tiempo que necesita para asegurar sus pies en suelo firme antes de dar a la tecla verde. Cuando consigue ponerlo en su oreja, grita varias veces, mirando a su alrededor, como si todavía dudara de su autenticidad, y cuando sus nervios y nuestra paciencia se ponen de acuerdo logramos mantener una conversación.



El poder de las palabras



Nadie puede vengarse de Dios. Cuando Laura pasaba un mal día, sólo se atrevía a maldecirle. En los peores, incluso se atrevía a pensar en el suicidio. Y cuando lo pensaba no se sentía liberada de la cama a la que estaba condenada de por vida, sino que sentía un inmenso placer lleno de odio hacia ese Dios al que culpaba por haber permitido que naciera. Saboreaba la única venganza que podía llevar a cabo. “Matar a ese ser que Dios tuvo el capricho de poner en este mundo”. Ése era su pensamiento obsesivo. En esos momentos era mejor no estar cerca de Laura. Todo se volvía negro y nada la podía hacer sentirse mejor. Cualquiera diría que disfrutara con esos pensamientos. “Tengo todo el derecho a pensar lo que me plazca”, decía. Y nadie se atrevía a contradecirla. Todos sabían lo duro que era para ella ver el mundo a través de la ventana.
Se imaginaba todas las posibles formas en las que podría acabar con su existencia. Guardaría el cuchillo de la fruta. Le diría a su madre que lo había olvidado. Se cortaría las venas en la posición correcta. Había leído en algún sitio que muchos suicidas se hacen los corte en horizontal y casi siempre llegan a tiempo de salvarlos. Lo haría siguiendo la dirección de sus venas verdes que a penas se traslucían tras su piel blanca y demacrada. “Demasiado sangriento”, pensaba. Laura no quería dañar a su madre. A su madre nunca la culpó de su desgracia. “No, las venas no”. Su madre no merecía ser castigada. Bastante la había castigado ya su Dios con una hija como ella. “Con pastillas”. Laura tomaba calmantes para sus dolores, somníferos para conciliar el sueño, y otras más de distintos colores que ni siquiera le interesaban para qué eran. “Las guardaría todas durante algún tiempo, hasta que tuviera suficientes para tomarlas de una vez. Sí, las tomaría de noche mientras todos dormían para que no pudieran comprobar si estaba bien, si necesitaba la cuña, si tenía sed o quería una fruta, o cualquiera de los ofrecimientos que su madre le hacía durante el día cada pocos minutos”. Con ese plan concilió el sueño de aquella noche.
En sus días malos, Laura se relamía pensando en su muerte. Pensando en vengarse de ese Dios al que su madre le obligó rezar durante todos sus años de niña, pidiéndole por todo el mundo y agradeciendo la vida. “¿Qué vida?” pensaba Laura sin atreverse a decirlo en alto. Recitaba de carrerilla cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos la acompañan… seguida del jesusito de mi vida, eres niño como yo…Esa parte hacía que se imaginara un jesusito tumbado en una cama como ella. Después empezaba con las aves marías, el padre nuestro y el gloria. Siempre todo, en el mismo orden. Si se le olvidaba alguna oración volvía a empezar. Pero al cumplir los catorce años se negó a rezar y bastó decírselo una sola vez a su madre para que ésta no insistiera nunca más.
—No volveré a rezar a tu Dios nunca más. No quiero que vuelvas a mencionarlo en mi presencia o te juro que renegaré de Él ante el mismísimo Papa. —Su madre no volvió a mencionarlo a pesar de su pena.
Sin embargo, Laura se sorprendía hablando con Él en sus mejores días y preguntándole qué razón podía tener para haberla puesto en este mundo.
“¿Por qué, por qué, por qué?” Le preguntaba una y otra vez.
Y la respuesta le llegó a través de un correo electrónico años después. No conocía al remitente, pero lo abrió de todas formas sin dudarlo.
“Querida Laura. Tú no me conoces y yo no te conozco a ti. Tan sólo sé que escribes en un foro de poesía del que soy lector acérrimo. Con cada poema tuyo, vibro. Miro cada día a ver si aparece tu nombre para leerte. La sensualidad de tus versos me hace imaginarte de mil maneras y de mil maneras me enamoras. Hoy me he decidido a escribirte para pedirte permiso y colarme así en tu correo personal. Busqué la manera de conseguir tu dirección y lo logré gracias a otro admirador tuyo que me pidió discreción. Disculpa mi atrevimiento y mi silencio por no rebelarte su nombre.
Tus poemas me inspiran y me transforman. Cuando te leo me convierto en alguien capaz de amar más allá del cuerpo, y mi alma vuela para buscarte. Quiero encontrarme contigo en ese espacio inexistente donde las palabras son las únicas dueñas de mis sentidos y de mis sentimientos más profundos. Viviremos en nuestro mundo de las palabras donde tus poemas serán mi alimento. Quiero pedirte que seas mi Laura, la más bella, porque así te imagino y así existes en mi pensamiento. Incorpórea, intangible, eterna…Mi eterna Laura. La que me hace vibrar con tan sólo leer un poema. Mil gracias. No dejes nunca de escribir porque si lo hicieras, yo dejaría de existir”.

Aquella noche Laura rezó al Dios de su madre. Rezó al Dios al que odió porque no sabía a quién odiar. Al Dios desconocido y amado porque Dios es ese instante donde todo es posible.
Su deseo de venganza se transformó en un deseo íntimo por conocer a ese hombre que le permitía sentirse mujer aunque fuera a través de sus palabras.

El último ídolo


Después de muchos meses de espera, por fin llegó el día de la gran despedida. Una muchedumbre previsiblemente numerosa de adolescentes se agitaba impaciente a las puertas del majestuoso hotel recién construido. Era el orgullo del alcalde. Era la culminación de su obra después de conducir a su pueblo al progreso. En breves momentos, aparecería el ídolo del mes, rodeado por sus managers, sus secretarias y sus botones particulares, enfundado en una maravillosa camiseta que dejaría al descubierto sus músculos recién abrillantados y unas gafas oscuras de diseño que cubrirían sus ojos y unos vaqueros de marca que marcaban sus encantos.
Por unos segundos sus oídos se llenarán de vanidad mientras las gargantas de cientos de jóvenes gritan su nombre intentando cada una, que su voz se oiga por encima de las otras voces. Todas le aclamarán con la esperanza íntima de que sea su voz la que se convierta en el zapato de Cenicienta.
Bajo esos pechos incipientes late un corazón todavía inocente. Todas comparten el mismo secreto oculto entre sus voces. Cada una alberga la esperanza de que una simple mirada cambie su vida para siempre. Todas creen en el milagro de convertirse en la elegida. Todas cruzan los dedos y se empujan a codazos para ser las primeras. Unas gritan desesperadas ante el tiempo que se les acaba para conseguir su sueño.
El ídolo está ya en la puerta del gran Hotel. Tan sólo unos metros le separan de su limusina blanca recién estrenada también. Tan sólo unos pasos para seguir manteniendo el sueño vivo. Algunas gritan agitando las manos por encima de sus cabezas, para que al menos si no puede oírlas pueda verlas. Otras se estiran con peligro de descoyuntar sus cuerpos para intentar que sus dedos puedan rozar su camiseta.
María también quiso gritar. Tenía ensayado su nombre de tanto nombrarlo en esas noches en las que se quedaba despierta imaginando que su ídolo se quedaba prendado de ella en la puerta del nuevo hotel, imaginando su cuerpo rodeado por los brazos de su ídolo, imaginando su primer beso con él. No podía ser con otro. Pedro era guapo y la quería, pero él…Él era el mejor.
Sintió ganas de gritar con fuerza ese nombre que tanto amaba, y antes de que su timidez se lo impidiera, su ídolo se difuminó tras los cristales ahumados de su limusina blanca. Su ídolo se alejaba a toda velocidad envolviendo sus sueños, sus ilusiones, sus esperanzas, sus fantasías y las fantasías y las esperanzas y las ilusiones y los sueños de todas sus amigas y de todas las bocas que se habían atrevido a gritar su nombre.
En una nube polvorienta que resecó todas las gargantas, el zapato de Cenicienta se quedó tirado en la carretera, cubierto de polvo. Ninguna se atrevió a ir a recogerlo. Cada una lo ignoraba a su manera. Algunas se reunían en pandillas para que les fuera más fácil esconder su decepción y pasaban del amor al odio y a no volver a comprar un solo disco más de ese creído que no había tenido la decencia de saludarlas. Otras reunían el poco orgullo que les quedaba y emprendían el camino de vuelta a casa con prisas para reanudar su trabajo cotidiano. Otras lloraban su desconsuelo abiertamente ante las burlas de los chicos del pueblo que se doblaban de la risa y hacían más insoportable su rabia y su pena.
María siguió con su mirada el reguero de polvo y lágrimas que iba dejando su ídolo sin mirar atrás, sin ni siquiera dedicarles una sonrisa antes de partir hacia otro lugar del mundo. Ignoró todas sus voces con la facilidad del que está acostumbrado a escucharlas en cada pueblo. Pensó que todas les resultarían iguales. Las voces no tenían cara, y ella se sintió de repente como un fantasma. Emprendió el camino a casa siguiendo el rastro de polvo que había dejado el que sería su último ídolo. Ahí mismo se juró que jamás volvería a tener uno. Se juró arrancar todos los posters que tenía colgados en sus paredes y las adornaría con las fotos de su hermana pequeña que era mucho más guapa que ese engreído.
Pasó por encima del zapato de Cenicienta y le dio un puntapié con todas sus fuerzas. Ella era María, la del prao de arriba, y sus alpargatas valían mucho más que un zapato perdido en mitad de un camino. Subió su mentón con orgullo y se olvidó de Cenicienta. Su madre y su padre la querían y sus hermanas la esperaban en casa para comer.
Casi a la salida del pueblo donde se separan los caminos, una limusina blanca estaba rodeada por un rebaño de ovejas que la tenían prisionera. María estuvo tentada de girar sobre sus talones e ignorar aquella escena surrealista de sus ovejas amenazando al gran ídolo de masas. Pero María no estaba acostumbrada a ignorar a nadie. Llamó de un silbido al pastor, que de un salto se despertó de su siesta matutina. El pastor a su vez llamó a su perro y entre todos consiguieron que el rebaño volviera al redil. La limusina blanca volvió a levantar el polvo del camino, pero esta vez, María se lo sacudió de un solo manotazo.