Sonaron las primeras notas
musicales de su teléfono móvil. Nerviosa por responder, comenzó la búsqueda implacable
de su Nokia rosa dentro de su bolso rosa un poco descolorido. Sus dedos
tropezaron con la funda de las gafas, con el monedero sin monedas, con la
libreta siempre dispuesta para anotar sus olvidos o sus ocurrencias. Un
bolígrafo azul, otro negro, un frasquito de perfume para emergencias…
El volumen de la música ascendía
al mismo ritmo frenético con el que sus dedos seguían rebuscando ese artilugio
de esperanza entre tanto objeto innecesario. Klinex, pintalabios, un paquete de
tabaco a medias, otro por si acaso, un mechero, otro de repuesto, también por
si acaso, las llaves de la casa, las del auto, un pañuelo para el cuello, por
si la noche refresca, un libro de poemas para entretener el tiempo, y ni rastro
de la esperanza rosa para responder la
llamada. Los dedos tanteaban a ciegas reconociendo cada objeto, y volvían a
revolverlos como se revuelven las fichas del dominó antes de repartir suerte a
cada jugador. La melodía cesó a los pocos segundos para volver a sonar la misma
canción. Reparó entonces en un agujero en el forro de su bolso. A penas si
podía colarse una moneda de diez céntimos, pero en realidad su esperanza
no era mucho mayor. Una voz metálica anunció su estación. Cuando todo quedó
en silencio, apareció como por arte de magia el artefacto en cuestión. Miró la
pantalla para valorar los riesgos. “Dos llamadas perdidas y ningún mensaje
pendiente de revisión” Sacó entonces su
libreta de notas y anotó: “Coser agujero del bolso antes de que se cuele por su
forro también, el poco orgullo del que dispongo”.