viernes, 8 de febrero de 2008

Vincent


Vincent se carga cada mañana con su bolsa repleta de clinex y se coloca en la esquina de la calle Guardiola intersección con Cánovas. Es un cruce muy transitado. Hay un gran número de transeúntes en cada cambio de luces del semáforo que cruzan a tropel. Las hileras de coches esperan impacientes la luz verde. Vincent aprovecha ese momento mágico en el que se detienen los automóviles, para acercarse a sus ventanillas y ofrecer sus pañuelos de papel con la mejor de sus sonrisas, mostrándoselos desde la distancia, bandeándolos al viento para que no desconfíen. Sabe que la gente se ha vuelto muy desconfiada, y ve cómo muchos conductores suben sus ventanillas presionando un botón con la mirada perdida en el parabrisas para no mirarle. Su madre siempre le decía que debía lavarse la cara todas las mañanas. No le permitía que fuera al colegio con los ojos pegados de legañas, ni con los pelos alborotados por la almohada. Ella misma se encargaba de pasarle revista antes de salir por la puerta de casa. Pero ahora, su madre ya no está. A nadie le importa si su cara está limpia o llena de churretes. Vincent se levanta cada mañana en medio de un montón de colchones malolientes, recogidos de contenedores que hacen las veces de cama. En medio de un edificio abandonado, se amontonan todo tipo de basuras. No hay agua, ni ventanas, ni puertas. Sólo un puñado de desgraciados que se reúnen a la hora de dormir.
Vincent prefirió el “solar”, como llama a su casa actual, antes que la caridad de su tía Machuca en Rumanía. Nunca le quiso. Su madre era demasiado hermosa para unos ojos tan envidiosos y resentidos como los de su tía, y Vincent le recordaba mucho a su bella hermana. Machuca nunca la perdonó que la abandonara a ella y a sus padres a la suerte de su miseria, y se fuera a buscar mejores condiciones a otro país. Antes de que alguien pudiera hacer algo cuando se llevaron el cuerpo de su madre, Vincent se escapó de casa y fue a parar al “solar”. La mayoría eran chicos como él. Cada uno vendía lo que podía para poder comer, y juntos se reían de los euros que recaudaban, y las sobras se las gastaban en botellas de alcohol barato.
La primera Nochebuena que Vincent pasaba sin su madre, se levantó temprano. Quería conseguir todo el dinero que pudiera para preparar una cena especial a sus amigos. Quería sorprenderles como su madre solía sorprenderle a él. Todas las Nochebuenas, su madre compraba un pollo entero. Era la única vez que Vincent contemplaba un pollo sin estar troceado en mil pedacitos y devorado por una montaña de arroz. En Nochebuena el pollo tenía otro aspecto. Su madre lo rociaba con una salsa de colores y cambiaba el arroz por unas deliciosas patatas cubiertas de mantequilla. Vincent se despertó con la ilusión de conseguir comprar al menos tres pollos ya asados. En el solar no disponían de cocina. Un camping-gas les servía para calentar alguna lata y a veces alguna cucharilla llena de veneno.
Intentó pasar entre los colchones apiñados unos contra otros, sin pisar a nadie. Sorteaba los cuerpos poniendo sus pies en los pocos espacios libres que quedaban. Se juntaban todo cuanto podían para combatir las noches de invierno y para combatir la soledad de los besos robados por la desgracia. Vincent temía a muchos de los chicos que allí vivían. Algunos eran veteranos y se habían alzado como los dueños de ese edificio abandonado, sin puertas ni ventanas ni agua, y Vincent no quería incomodarlos. No tenía donde ir si le echaban de allí.
Se adentró en las calles de Madrid cuando todavía no se habían apagado las últimas luces de la noche. Sonaban villancicos en las puertas de los bares y deseó poder entrar en uno para lavarse la cara y para recibir la caridad de alguien que no fuera su tía. Pero no se atrevió. A penas llevaba tres meses vagando y todavía le costaba pedir un vaso de leche a un desconocido. Pensó que tal vez por ser Navidad, la gente estaría más dispuesta a ayudarle, pero prefirió vender unos cuantos pañuelos, para pagarse un buen chocolate. Le encantaba el chocolate recién hecho. Recordó a su madre y por primera vez fue capaz de retenerla en su pensamiento. Sonrió ante su imagen alegre y dispuesta y notó un beso en su mejilla. Sus tripas empezaban a sonar, pero era demasiado temprano para que alguien parara en el cruce y le comprara clinex. Aún así llegó puntual a su puesto de trabajo con su mochila al hombro. El primer coche que paró, bajó la ventanilla y le llamó. Le dio un euro y no quiso ningún paquete de los que Vincent le ofrecía. Parecía un buen augurio. Sonrió por segunda vez en la mañana y guardó el euro en uno de los bolsillos de su chamaco rojo. Le quedaba corto de mangas, y pensó que su madre no tuvo tiempo de comprarle otro.
Las manos se le estaban congelando y ningún coche parecía tener espíritu navideño. Pensó que quizá debería haberse quedado un rato más en su colchón. La gente a estas horas de la mañana siempre lleva demasiada prisa para llegar al trabajo y no se para a buscar un euro en su bolsillo cuando el semáforo está a punto de cambiar.
Decidió gastarse los tres euros que tenía y entró en el primer bar que encontró abierto. Pidió un desayuno completo y mientras el camarero se lo servía con desgana y con recelo, Vincent fue a los lavabos. Allí, se miró al espejo y lavó su cara con esmero. Empezaba a asomarle un bigote que nunca antes había estado allí. Tuvo ganas de llorar, pero no lo hizo. Salió de allí pensando en su desayuno completo. El camarero le pidió tres euros antes de que pudiera tocar la taza de chocolate. Vincent buscó en el bolsillo de su cazadora y le pagó.
Fue entrando en calor y salió del bar reconfortado por el alimento y el agua que había limpiado su cara. Volvió a apostarse en su semáforo y trató de recordar la felicitación que su madre escribía por navidad a la familia. Quería decir algo a los conductores para intentar remover sus conciencias y que le compraran aquella mañana todos los pañuelos de papel. Pero no funcionó. La gente en Navidad, se vuelve más sensible, pero sólo cuando tiene tiempo para ello, y no cuando alguien les necesita. A las doce de la mañana su mochila seguía llena de pañuelos y la gente llena de paquetes que no podían soltar para rebuscar en sus bolsos alguna moneda. Iba y venía entre los coches sorteando cada cogote como mejor podía. Intentaba darse prisa para poder abarcar el mayor número posible antes de que el semáforo se pusiera en verde. Luego volvía a la acera e intentaba que los transeúntes le compraran también un poco de felicidad.
Se acercaba la hora de comer y optó por un bocadillo a pie de calle. No quería gastarse nada extra. Quería comprar los pollos y quería comprar bebida, aunque seguro que no se la venderían, era todavía demasiado joven. Le daría el dinero a su amigo Martín y él las compraría. Sería una Nochebuena en toda regla. Y con la ilusión renovada por el bocadillo de jamón, decidió proseguir su jornada. Ya tenía dinero suficiente para comprar su ilusión, pero siguió un rato más ofreciendo su mercancía. Cuando comenzó a oscurecer entró en un centro comercial donde sirven comidas a domicilio. Compró tres pollos bien asados, diez bolsas de patatas fritas, varias botellas de coca-cola y salió de allí con su mochila y sus manos cargadas con la cena de Nochebuena.
De camino al solar, cinco muchachos que le doblaban la edad y probablemente la desgracia también, le rodearon sin previo aviso. Comenzaron a reírse del olor que salía de aquella mochila harapienta y dándole golpecitos en los hombros fueron consiguiendo que las bolsas se desprendieran de sus manos. Le hicieron caer en mitad del círculo que habían formado para él. Vincent sabía que no podía con los cinco y se dejó pegar mientras retorcía su cuerpo entre sus manos. Cuando lograron arrebatarle la cena y la ilusión, se marcharon. La cara de Vincent estaba roja, sus ojos hinchados y su cuerpo tan magullado que no podía moverse. La cabeza le daba vueltas y el dolor de estómago le impedía respirar. Deseó morirse allí mismo. No quería volver al solar con ese aspecto de perdedor. Quería volver con sus pollos. Quería volver con su madre. Quería haber tenido una oportunidad. Y de repente lo vio claro. Su oportunidad era morir. Dejó de sentir dolor y sonrió por tercera vez en el día. Los cinco chavales le habían dejado clavado el puñal de la desgracia en su tripa y Vincent les agradeció infinitamente que lo hubieran hecho. Vio sonreír a su madre y pudo oler el pollo que ella misma le había preparado. Sintió el deseo de abrazarla y esta vez nadie podría interponerse a sus deseos.

2 comentarios:

Unknown dijo...

No entiendo por qué no te comentan. Es duro esto, pero excelente. La gente parece querer leer solamente cosas de amores.
Yo creía que no había Vincents en Europa. Pensaba que eran un privilegio nuestro, del tercer mundo. Ahora les voy a decir a nuestros Vincent de los semáforos : "Hola, no te quejes, vives como un europeo"

carmen jiménez dijo...

Gracias Le santi. Seguro que Vincent se sentirá menos solo ahora.