viernes, 8 de febrero de 2008

El poder de las palabras



Nadie puede vengarse de Dios. Cuando Laura pasaba un mal día, sólo se atrevía a maldecirle. En los peores, incluso se atrevía a pensar en el suicidio. Y cuando lo pensaba no se sentía liberada de la cama a la que estaba condenada de por vida, sino que sentía un inmenso placer lleno de odio hacia ese Dios al que culpaba por haber permitido que naciera. Saboreaba la única venganza que podía llevar a cabo. “Matar a ese ser que Dios tuvo el capricho de poner en este mundo”. Ése era su pensamiento obsesivo. En esos momentos era mejor no estar cerca de Laura. Todo se volvía negro y nada la podía hacer sentirse mejor. Cualquiera diría que disfrutara con esos pensamientos. “Tengo todo el derecho a pensar lo que me plazca”, decía. Y nadie se atrevía a contradecirla. Todos sabían lo duro que era para ella ver el mundo a través de la ventana.
Se imaginaba todas las posibles formas en las que podría acabar con su existencia. Guardaría el cuchillo de la fruta. Le diría a su madre que lo había olvidado. Se cortaría las venas en la posición correcta. Había leído en algún sitio que muchos suicidas se hacen los corte en horizontal y casi siempre llegan a tiempo de salvarlos. Lo haría siguiendo la dirección de sus venas verdes que a penas se traslucían tras su piel blanca y demacrada. “Demasiado sangriento”, pensaba. Laura no quería dañar a su madre. A su madre nunca la culpó de su desgracia. “No, las venas no”. Su madre no merecía ser castigada. Bastante la había castigado ya su Dios con una hija como ella. “Con pastillas”. Laura tomaba calmantes para sus dolores, somníferos para conciliar el sueño, y otras más de distintos colores que ni siquiera le interesaban para qué eran. “Las guardaría todas durante algún tiempo, hasta que tuviera suficientes para tomarlas de una vez. Sí, las tomaría de noche mientras todos dormían para que no pudieran comprobar si estaba bien, si necesitaba la cuña, si tenía sed o quería una fruta, o cualquiera de los ofrecimientos que su madre le hacía durante el día cada pocos minutos”. Con ese plan concilió el sueño de aquella noche.
En sus días malos, Laura se relamía pensando en su muerte. Pensando en vengarse de ese Dios al que su madre le obligó rezar durante todos sus años de niña, pidiéndole por todo el mundo y agradeciendo la vida. “¿Qué vida?” pensaba Laura sin atreverse a decirlo en alto. Recitaba de carrerilla cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos la acompañan… seguida del jesusito de mi vida, eres niño como yo…Esa parte hacía que se imaginara un jesusito tumbado en una cama como ella. Después empezaba con las aves marías, el padre nuestro y el gloria. Siempre todo, en el mismo orden. Si se le olvidaba alguna oración volvía a empezar. Pero al cumplir los catorce años se negó a rezar y bastó decírselo una sola vez a su madre para que ésta no insistiera nunca más.
—No volveré a rezar a tu Dios nunca más. No quiero que vuelvas a mencionarlo en mi presencia o te juro que renegaré de Él ante el mismísimo Papa. —Su madre no volvió a mencionarlo a pesar de su pena.
Sin embargo, Laura se sorprendía hablando con Él en sus mejores días y preguntándole qué razón podía tener para haberla puesto en este mundo.
“¿Por qué, por qué, por qué?” Le preguntaba una y otra vez.
Y la respuesta le llegó a través de un correo electrónico años después. No conocía al remitente, pero lo abrió de todas formas sin dudarlo.
“Querida Laura. Tú no me conoces y yo no te conozco a ti. Tan sólo sé que escribes en un foro de poesía del que soy lector acérrimo. Con cada poema tuyo, vibro. Miro cada día a ver si aparece tu nombre para leerte. La sensualidad de tus versos me hace imaginarte de mil maneras y de mil maneras me enamoras. Hoy me he decidido a escribirte para pedirte permiso y colarme así en tu correo personal. Busqué la manera de conseguir tu dirección y lo logré gracias a otro admirador tuyo que me pidió discreción. Disculpa mi atrevimiento y mi silencio por no rebelarte su nombre.
Tus poemas me inspiran y me transforman. Cuando te leo me convierto en alguien capaz de amar más allá del cuerpo, y mi alma vuela para buscarte. Quiero encontrarme contigo en ese espacio inexistente donde las palabras son las únicas dueñas de mis sentidos y de mis sentimientos más profundos. Viviremos en nuestro mundo de las palabras donde tus poemas serán mi alimento. Quiero pedirte que seas mi Laura, la más bella, porque así te imagino y así existes en mi pensamiento. Incorpórea, intangible, eterna…Mi eterna Laura. La que me hace vibrar con tan sólo leer un poema. Mil gracias. No dejes nunca de escribir porque si lo hicieras, yo dejaría de existir”.

Aquella noche Laura rezó al Dios de su madre. Rezó al Dios al que odió porque no sabía a quién odiar. Al Dios desconocido y amado porque Dios es ese instante donde todo es posible.
Su deseo de venganza se transformó en un deseo íntimo por conocer a ese hombre que le permitía sentirse mujer aunque fuera a través de sus palabras.

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