viernes, 8 de febrero de 2008

El abuelo y su móvil

Lleva varios minutos dando vueltas al móvil entre sus manos. Lo deja sobre la mesa y lo vuelve a coger. Se han hecho inseparables.

Justo antes de cenar, comprueba el estado de su batería. Tal y como le explicó su nieto, cuando le quede una sola raya, debe ponerlo a cargar. Saca entonces su cable bien guardado en la caja, y lo conecta al enchufe que hay al lado de una mesita, junto al sillón donde se sienta durante horas a ver todos sus programas favoritos. De vez en cuando lo mira de reojo para comprobar que está bien enchufado y las rayas suben y bajan indicando la carga. No se acuesta hasta que la pantalla indica “batería cargada”. Entonces lo desenchufa, porque su nieto le ha dicho que no es bueno dejarlo enchufado, y lo desconecta para que descanse.
Desde el primer momento en que se vieron, todos supieron que sería una relación que duraría toda la vida. No podía creer que ese teléfono minúsculo con el que su nieto presumía de amigos y novias se lo regalara a él. Sus ojos dejaron escapar un destello de luz a la par que sonreía. Era un gesto muy típico de su cara cuando no quería demostrar tanta alegría como sentía. La sonrisa reprimida iba acompañada de un sonido gutural parecido a un pensamiento: “¿Y esto a qué viene? ¡Qué bien que me lo hayas regalado! Aunque no sé para qué. Yo ya estoy viejo pa esto.” Todos sus hijos y sus nietos le rodearon mientras lo sacaba de la caja. En realidad todos se hacían la misma pregunta que él, y a tropel se lanzaron a dar respuestas que respondieran sus preguntas.
—Ya verás qué bien. Podremos llamarte en cualquier momento para que vengas a ayudarnos. Para recoger a los niños del cole, para que nos traigas el pan… Para saber cómo estás, para que nos llames siempre que necesites algo… Para poder estar comunicados si … En fin, ya verás como te alegras cuando aprendas a usarlo. No es nada difícil. Hemos cogido un modelo con los números grandes para que puedas verlos bien.
Mi padre miraba muy fijo los botones. Se acercó el móvil todo lo que pudo a los ojos para comprobar que efectivamente en aquellos botones había números.
— ¡Ah sí! —Se iluminó de nuevo. Esta vez realmente parecía contento.
— Y ¿este botón rojo?
—Es para colgar cuando terminas de hablar. Verás, tú marcas el número normal al que quieres llamar y le das al botón verde. Hablas, como en el de casa, y cuando terminas le das al rojo. ¿Ves que fácil?
Mi hijo me echó una mirada matadora. No podía creer que estuviera hablando en serio. ¡El móvil servía para mucho más! No tenía que marcar el número de la persona con la que quisiera hablar, tan sólo debía grabarlo en la agenda y así lo tendría disponible siempre que quisiera. Muy ufano, Mario, mi hijo, se lanzó al ruedo.
—Abuelo, lo único que tienes que hacer es grabar todos los números a los que normalmente llames y cuando quieras usar uno, lo único que tienes que hacer es dar a esta flecha y te sale…
Mario hablaba mucho más rápido de lo que mi padre o cualquiera de los allí presentes podíamos asimilar.
Al abuelo ya no le brillaron los ojos ante tantas posibilidades como ofrecía el nuevo invento. En realidad se fueron apagando. Él sabía que aquella felicidad no podía durar mucho. Ese teléfono no era para él. No pertenecía a su generación y bastante tiempo había invertido ya en aprender el nuevo teclado del teléfono normal. A él le gustaban aquellos que metías el dedo en un agujero y podías comprobar que no te habías equivocado porque te daba tiempo a volver con el dedo metido, mientras pronunciaba el número en voz alta.
Al desaparecer su sonrisa, desapareció la nuestra. Todos nos interrogamos con la mirada. Queríamos ver en la mirada del otro nuestro acierto o nuestro error. Alguien debía convencerle de que todavía podía aprender el manejo de aquel aparato minúsculo que tanto asombro le provocaba cuando veía a sus nietos manejarlo.
—A ver abuelo... —Su nieto mayor, el mismo que acababa de mostrarle que aquel pequeño instrumento tenía muchos más secretos de los que él podría aprender, volvió de nuevo al ruedo para intentar que recuperara la ilusión que él mismo le había robado con su ingenuidad.
Cogió el móvil con la destreza que da el tenerlo entre las manos veinticuatro horas. Grabó todos y cada uno de los números que él sabía que su abuelo utilizaba. La tía, la otra tía, su hermano, el vecino, el bar de la partida… Sus dedos se movían a una velocidad inverosímil. Yo misma me pregunté si no sería más sano el desconocimiento y la incapacidad de mi padre que la destreza de mi hijo. En a penas unos segundos había concluido la agenda.
Satisfecho, pasó a enseñarle el segundo paso. El abuelo prestaba toda la atención que podía. A veces le hacia repetir el mismo paso varias veces y Mario, pareció entender instintivamente la necesidad de instruirle despacio y con paciencia.
Había llegado el momento de estrenarlo. Mario le hizo los honores y puso el móvil en manos de su abuelo.
— Dale a la flecha hacia abajo. Sigue dándole hasta que veas el número que quieres.
Mi padre cogió el móvil. Sus manos no atinaban a dar a la tecla oportuna. Temblaban, no sé si de emoción o de miedo. Tal vez temblaban sencillamente porque su pulso había perdido con los años, la precisión de la que tan orgulloso se había sentido en su juventud. Cuando por fin consiguió entrar en contacto con el número elegido, mi móvil sonó dentro de mi bolso. Con las prisas me tropecé con las sillas que habíamos ido reclutando en el salón y casi cojo el bolso con la boca.
—Dígame. —Dije sonriendo al mismo tiempo que respondía.
— ¡Hola hija! Ésto funciona. Gracias a todos. —Y sus ojos casi transparentes se llenaron de lágrimas.

Desde aquel día viene por casa cargado siempre con su móvil. No se atreve a preguntar. Lleva muchos meses con él y sigue siendo un misterio. Lo coge y lo deja de nuevo sobre la mesa. Cualquiera diría que trata de conducir nuestra atención al teléfono con el que lleva jugando un buen rato. Mario lo observa. Sabe que ha llegado el momento de desvelarle un nuevo secreto. Creo que hoy toca aprender a enviar mensajes. ¡Menos mal que ya sabe leer! Piensa Mario. Ninguno parece tener prisa. Por alguna razón su abuelo se coló en su corazón al nacer. Tal vez por muchas razones. Le enseñó a jugar al fútbol en cuanto fue capaz de dar sus primeros pasos. Entonces, sus piernas se movían a una velocidad muy distinta a la que se mueven sus dedos hoy. Empujaba su cochecito incansablemente hasta que se dormía. Nunca le faltaron sus mimos y siempre estuvo en todos sus partidos. Mario y el abuelo forman una extraña pareja para los tiempos que corren. Tan extraña como una boina y un móvil de última generación.
Mi padre logró aprender lo esencial sobre la telefonía móvil. Podemos llamarle cada vez que lo necesitamos. Sobre la vida sabe mucho más de lo esencial. Cuando suena su móvil se levanta de la silla metiendo nervioso la mano en su pantalón. Lo hace mucho más rápido de lo que puede, teme que las prisas con las que vivimos no le permitan tomarse el tiempo que necesita para asegurar sus pies en suelo firme antes de dar a la tecla verde. Cuando consigue ponerlo en su oreja, grita varias veces, mirando a su alrededor, como si todavía dudara de su autenticidad, y cuando sus nervios y nuestra paciencia se ponen de acuerdo logramos mantener una conversación.



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