jueves, 25 de octubre de 2007

El Pisuerga

Miró a Rodrigo despanzurrado en la cama. Miró sus calzoncillos y se preguntó por qué los llevaba puestos. En sus citas siempre dormían desnudos. ¿Cuánto tiempo llevaban juntos? ¿Tres meses? ¿Qué vendría después? Se imaginó envuelta en una bata de guata al lado de un hombre con pijama de rayas. Le aterró la idea. Necesitaba estar sola aunque fuera por unos días.

Pensó en alguna ciudad que no hubiera visitado nunca. Una ciudad donde los recuerdos de sus múltiples amantes no pudieran asaltarla en cualquier esquina.

Tecleó en su ordenador “Valladolid”. Buscó un hotel que pudiera encontrar sin demasiada dificultad, y encontró uno en plena Plaza Mayor. El hotel Zenit Imperial. Un edificio que databa del siglo XVI. Era perfecto. El casco antiguo de las ciudades eran su debilidad. Comprobó la disponibilidad y reservó una habitación.
Se puso de camino cuando el sol ya había salido.

“Si algún día nos volvemos a encontrar será para no separarnos nunca. Hasta entonces.”
Lola.

Colocó la nota junto a la cafetera. Lo primero que hacía Rodrigo al levantarse era tomar un café.

La temperatura no podía ser mejor. Era un día cálido de octubre. Las únicas nubes estaban en su cabeza. Bajó la ventanilla para que el aire la despejara.
A mitad de camino paró en un área de servicio para fumarse un cigarrillo y tomar un café bien cargado. Una hora y media sin fumar era demasiado para ella.
Aparecieron los primeros carteles indicando “Plaza Mayor”. ¡Ahí estaba! La Plaza se abrió ante ella. En la web había leído que el parking más cercano al hotel se encontraba precisamente ahí. Lo que nunca imaginó es que tuviera que atravesarla con su coche. Sintió pudor al imaginarse en el interior del vehículo, interrumpiendo el paseo de los transeúntes. Sin embargo, siguió las indicaciones y entró en el subterráneo.
Cruzó la plaza arrastrando su maleta y se dirigió al hotel. Estaba justo al lado del ayuntamiento a escasos metros del parking.
Arrastrar la maleta sin un compañero al lado, la hizo tropezar. El momento con el recepcionista no fue tan glorioso como ella imaginó. Hacía muchos años que no pedía una habitación individual. Antes de pasar la tarjeta por el lector, cogió el móvil entre sus manos y comenzó a marcar el nº de Rodrigo. Colgó antes de escuchar la señal. Tan sólo hacía unas horas que le había dejado plácidamente durmiendo. Seguro que él todavía no la echaba de menos. Se aseó un poco y sin deshacer el equipaje, salió de nuevo a la plaza. Le resultó extraño no poder decir en voz alta cuánto le gustaban aquellas fachadas pintadas de rojo vigoroso o discutir con alguien sobre si tomar un café bajo los arcos o bajo las sombrillas, o dónde y cuándo ir a comer.
Lo primero que llamó su atención fue una esquina rodeada por obras. Trató de darle la espalda a ese muro rodeado de cintas rojas y blancas, y contemplar el resto de la plaza. Se dirigió justo al centro sin saber muy bien cómo colocar sus brazos. Su mano derecha buscó instintivamente otra mano.

Calculó mentalmente las dimensiones del recinto. Era menor sin duda que la Plaza Mayor de Madrid o la de Salamanca, pero era la Plaza Mayor más bonita que hubiera visto. La miraba sólo con sus ojos. Llegó hasta la estatua central en honor al fundador de la ciudad, el conde Ansúrez. Allí en medio, contempló el ayuntamiento, y el teatro Zorrilla. Pensó en don Juan Tenorio y en todos los don Juanes que habían pasado por su vida. Pensó en Rodrigo, en su voz cuando la decía te quiero al oído mientras mordisqueaba su oreja. Un escalofrío recorrió su espalda. Volvió a echar de menos su mano y su voz. Cruzó el empedrado y se sentó en una mesa sin sombrilla. Hubiera preferido las mesas colocadas bajo los preciosos arcos, pero quería que el sol le diera de lleno. Ese sol que a principios de octubre parece que fuera a acabarse. No quería perder la oportunidad de volver a sentirlo en su piel antes de que el invierno se lo llevara. Bebió su café con parsimonia. Atisbó las primeras callejuelas que desembocaban en la plaza. Le vino un ligero olor a montaditos, pinchos, tostas…y le rugieron las tripas. Se fumo otro cigarrillo para engañar al hambre hasta que se decidiera a tener que entrar sola, en una de esas tabernas que adivinaba llenas de gente riendo y charlando y bebiendo vinitos. Optó por un restaurante cercano al hotel que anunciaba comida castellana.
Ocupó una mesa alejada de la entrada. Pidió vino y se dejó aconsejar en la elección del menú. Cuando estaba acompañada nunca le parecía extraño ver comer a una persona sola en una mesa. Los miraba igual que miraba a los que comían en familia o en pareja o en grupos. Eran uno más. Sin embargo, ella se sentía observada por las mesas contiguas. Se encendió otro cigarrillo. Se sintió menos sola, menos observada, más tranquila, más segura. El poder que transfería a su vicio preferido, era como la pluma de Dumbo. Con el humo se disipaban las miradas furtivas y el mundo dejaba de mirarla.

Pasó por el hotel para refrescarse un poco y volver a salir a esa ciudad que debía ser su única compañera durante el fin de semana. Estuvo tentada por segunda vez de volver a llamar a Rodrigo, pero no se atrevió. En vez de eso, echó una ojeada al mapa que el recepcionista le había entregado junto con la llave de la habitación. Una enorme mancha verde llamó su atención. “Campo Grande”. Antes de dirigirse hacia allí, quiso tomarse un café bajo los arcos de la plaza. No se podía resistir a sentir el paso del tiempo sobre su cabeza. Contempló una pareja de avanzada edad, bien vestida. Él con un elegante bastón apoyado en la silla. Ella con uno de esos peinados cardados y unos enormes pendientes haciendo juego con un collar de perlas. Lola se estiró en su silla y trató de imaginarse dentro de treinta años. No pudo.
Se encaminó al Campo Grande por la calle Santiago, atravesando la plaza Zorrilla. Ahí estaba de nuevo don Juan Tenorio. “¿Sería ella un don Juan que necesitaba a los hombres para demostrar lo mujer que era?”
Llegó hasta el parque repasando el nombre de todos los amantes que había tenido y se le pasó así la oportunidad de mirar los flamantes escaparates llenos de ropa de marca. Había deseado con todas sus fuerzas que Rodrigo fuera el último. Estaba cansada de descubrir qué le gustaba a cada uno de ellos. Cansada del cine subtitulado de Adrián, los conciertos interminables de Iván, los partidos de baloncesto de Iñaqui, la literatura francesa del siglo XVIII que le recitaba Maurice a todas horas. Cansada de adivinar qué le apetecería cenar a Javier cuando le invitaba a su casa...
“Rodrigo era diferente”. Es como si necesitara repetírselo para creérselo. A él le gustaba la acampada libre y aunque ella siempre había preferido una buena cama y un baño caliente a los sacos de dormir y al agua helada de los ríos, no podía resistirse a ese te quiero que Roberto le susurraba en su oído mientras mordisqueaba su oreja debajo de una manta, mientras miraban las estrellas tiritando de frío.
Se detuvo unos momentos y sacó de su bolso la cámara de fotos. Entonces, fijó su atención en el fascinante mosaico de flores que se abría ante ella. Comenzó a fotografiarlas desde todos los ángulos posibles. De lejos, de cerca, agachada, de pie… Sabía de antemano que cuando las contemplara en su ordenador, no podría olerlas, ni acariciarlas, ni volver a sentir lo que sentía en esos momentos. Aún así, siguió apretando el botón.
Faisanes, pájaros de todos los colores, palomas, pavos reales…Quería atraparlos a todos con su objetivo.
De vuelta, paró en una placita donde se tomó una cerveza bien fría. Estaba anocheciendo, y Valladolid empezó a llenarse de gente. Le sorprendió, a medias, la elegancia con la que vestían. A medias porque siempre había oído decir lo refinados que eran los vallisoletanos. Se echó una mirada a sí misma y dio por bueno su atuendo. La plaza mayor a esas horas de la tarde no parecía la misma plaza. Las terrazas estaban a reventar. Se metió por las callejuelas en busca de algo para cenar. Montones de tascas se sucedían con gente dentro y fuera, tomando bebidas y raciones, y cantando y charlando animadamente. Sólo ella parecía estar sola. No se atrevió a entrar en ninguno de esos bares. Miró con envidia a los jóvenes. Escuchaba sus risas, sus empujones de complicidad, sus brindis. Parecía otra ciudad diferente por la que había estado paseando todo el día. Con el hambre de la cena sin satisfacer, volvió sobre sus pasos al hotel. Ocupó una mesa con un candil apagado que enseguida el camarero prendió con su mechero. Un hombre de mediana edad tocaba el piano. Sus miradas se cruzaron, y él la sonrió esperando que ella le devolviera la sonrisa.

“Siempre quise aprender a tocar el piano”, le dijo tomando una última copa. Después de todo, prefería los hoteles, a la acampada. ¿Preferiría también aquellos dedos de pianista a la voz de Rodrigo susurrando te quiero en su oído mientras le mordisqueaba la oreja? Todavía le quedaba un día para averiguarlo aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid.