lunes, 17 de septiembre de 2007

En mitad del andén


La vio acercarse caminando por el andén. El corazón le dio un vuelco y estuvo tentada de darse media vuelta y desaparecer entre la gente.
“Puedo cambiar de tren”, pensó Esther mientras trataba de esconderse tras una de las columnas que separan los andenes.
Estaba sorprendida de verla después de tantos años, pero realmente no sabía si el corazón le latía en su garganta por la alegría de encontrarse con su amiga de toda la vida, o por la rabia de tantos años sin saber nada de ella.
Por un momento dudó que fuera Maite, su compañera de juegos, de confidencias, de amores conquistados a medias, de coartadas bien labradas para que su madre no supiera que salía con Ricardo… Intentó cerciorarse que aquella mujer cargada de paquetes era su inseparable compañera con la que se juró ser amigas para siempre.
Intentó mirarla sin que la viera. Se puso a leer el luminoso anunciando que el próximo tren con destino al Escoria,l no efectuaría parada en ninguna de sus estaciones, mientras de reojo fijaba su vista en aquella cara inconfundible. Sin duda era Maite. Sus coloretes naturales, su pelo rizado en miles de anillos, y sus pechos exuberantes seguían siendo los mismos.
“Un poco más grandes y más caídos. Es lo que tienen los pechos grandes”, pensó Esther no sin cierto regocijo íntimo por ver los mismos signos del paso del tiempo que veía en ella cada mañana.
Hubiera deseado seguir inspeccionando el aspecto de su amiga para poderlo comparar con el suyo, pero de pronto, vio cómo una mano rodada de bolsas ascendía por encima de todos, a la vez que escuchaba gritar su nombre.
-¡Esther, Esther!-Gritaba Maite sin ningún pudor y sin dejar de correr hacia su amiga cargada con todos los paquetes moviéndose de un lado a otro y haciendo que los pasajeros se retiraran para dejarla paso si no querían que una de aquellas bolsas, vete tú a saber cargadas de qué, les causara algún que otro moratón.
La cara de Maite era el verdadero reflejo de la ilusión. Su enorme sonrisa resaltaba sus mofletes de ese color rojo natural y dejaba a la vista su preciosa dentadura. Esther en cambio, se quedó plantada en el mismo sitio donde había sido descubierta y lo único que consiguió fue esbozar una sonrisa que apenas si consiguió que sus labios se curvaran.
Cuando Maite llegó junto a su amiga de toda la vida, la abrazó cubriendo el pequeño cuerpo de Esther que desapareció entre sus brazos.
“¿A qué viene tanta alegría?”, se preguntaba Esther mientras intentaba zafarse de aquel abrazo sin que se notara su incomodidad.
“Ha tenido doce años para hacer una llamada. Una simple llamada, y ahora se deshace en un abrazo como si no hubiera pasado el tiempo. O lo que es peor, un abrazo como si quisiera recuperar los doce años en mitad de un andén lleno de gente.”
Esther no podía dejar de pensar en los años que había estado esperando que respondiera a sus llamadas. La había echado de menos en muchas ocasiones y ahora su abrazo la dejaba impávida. Sin embargo tuvo que hacer un esfuerzo para tragarse las lágrimas que empezaban a asomar a sus ojos. Por nada del mundo permitiría que Maite la viera llorar.
-¡Cuánto tiempo sin verte Esther! ¡Dios mío estás igual que siempre! Ni un gramo ¿eh? ¿Cómo se hace eso? –Y se separó de ella unos centímetros para observarla de arriba abajo sin dejar de sonreír.
-Sí mucho tiempo, Maite, mucho. –La voz de Esther sonó cortante, carente de toda emoción, a la vez que se esforzaba por mantener las lágrimas dentro de sus profundos ojos verdes.
Maite pareció reconocer en su amiga ese tono de reproche y esa tristeza que se dibujaba en sus ojos cuando era incapaz de hablar fluido.
-La verdad es que he querido llamarte muchas veces, pero me marché a vivir a Francia unos años y cuando regresé no sabía si seguirías viviendo en el mismo sitio.
-Ya. Pues sí, sigo viviendo donde siempre.
-Bueno, ¿y qué es de tu vida? –El tono de Maite se hizo tan distante como el de Esther. De repente su efusivo abrazo pareció hacerse cenizas en medio de las dos mujeres.
-¿Mi vida? En mi vida han ocurrido demasiadas cosas como para contártelas en mitad de un andén. Supongo que como en la tuya.
-Sí, en la mía también. –Respondió Maite. Y ahora fueron sus ojos los que parecieron llenarse de lágrimas.
Los altavoces anunciaron la llegada del tren con destino al Escorial:
“Se informa a los señores pasajeros que el próximo tren con destino al Escorial no efectuará parada en ninguna de sus estaciones”
-Yo voy al Escorial. –Dijo Maite en un tono que parecía una disculpa.
-Bien, yo sigo viviendo en el mismo sitio.
El tren con su silbido ahogó las despedidas de las dos amigas. Maite subió al tren cargada con sus paquetes y se quedó en la misma puerta mirando por las ventanillas a su querida amiga.
-Te llamaré. -Intentó vocalizar Maite para que su amiga la viera.
-Te llamaré. –Se repitió a sí misma mientras su gran sonrisa se convertía en un llanto que dejaba salir sin pudor alguno, tal y como había dejado salir toda su alegría.
Esther se quedó allí parada, mirando a su amiga, a la que había sido su mejor amiga, la única, la más querida, en la que había confiado plenamente, y se preguntaba si después de doce años sin verse sería posible recuperarla. Sin pensarlo le lanzó un beso.
-Te quiero. –Las palabras se escaparon de su boca en mitad de una sonrisa que apenas si curvaban sus labios. Pero el tren ya había partido.